Florencia Finnegan y Ana Pagano – Instituto de Estudios y Acción Social (IDEAS)
© 1996 Florencia Finnegan y Ana Pagano
Situación Actual
Resulta evidente constatar hasta qué punto la educación pública en Argentina viene siendo impactada de manera negativa por el “ajuste estructural”. Se trata, sin duda, de una consecuencia más de la política económica oficial, en el marco del modelo de democracia de mercado, eje aún vigente del neo- conservadurismo temprano.
En efecto, los procesos de reforma del Estado se han orientado en la línea del abandono de la función social tradicionalmente asignada al Estado de Bienestar, que incluía inversiones considerables en el aparato educativo público. El recorte de las partidas asignadas a educación se hace evidente en aspectos centrales como la caída del valor real del salario docente, la escasez de fondos para afrontar gastos de infraestructura edilicia, equipamiento básico y mantenimiento, la disminución de recursos presupuestarios para solventar servicios (comedores escolares, transporte escolar en áreas rurales,…). Más aún, algunas provincias se enfrentan a situaciones extremas, tales como la imposibilidad lisa y llana de abonar los sueldos a los docentes en las fechas correspondientes. Así, debido a las consecuencias de la política económica neoliberal que las clasifica en “viables¨ e “inviables” y a la crisis derivada de años de administraciones corruptas e ineficaces, es posible prever que la reforma educativa se torne inaplicable en algunas provincias, debido a factores tanto económicos como de gobernabilidad.
Esta situación perfila un panorama educativo más semejante a una serie de sistemas educativos provinciales, desiguales y desarticulados entre sí, que a un sistema educativo nacional, integrado y pluralista, que respete la diversidad y que atienda a las oportunidades y necesidades particulares de cada provincia y región. De más está decir que esto último resulta impensable en tanto existan jurisdicciones cuyo ciclo lectivo posee alteraciones importantes (en algunos casos apenas alcanzó los sesenta días de clases), cuyas escuelas no tienen agua potable, luz, vidrios en las ventanas, calefacción, o no pueden hacer frente a los gastos de comedor y merienda.
De esta forma, en el marco de la ambigüedad con que la Ley Federal de Educación delimita responsabilidades compartidas (“concurrentes”) entre la Nación, las jurisdicciones y la sociedad civil, la reducción presupuestaria puede encaminar a un proceso encubierto de privatización. Conduce a una lógica mercantilista de obtención de recursos genuinos por parte de las administraciones y centros escolares, toda vez que el Estado se retrae de sus funciones de financiamiento del sector. La consecuencia inevitable de este proceso es el deterioro del derecho a la educación, en iguales condiciones de acceso, permanencia y egreso del Sistema Educativo para todos los ciudadanos, concomitantemente con una amenaza persistente al principio de gratuidad del servicio educativo público.
Las políticas educativas oficiales responsables de este estado de cosas son, paradójicamente, las portadoras del único discurso articulado para el área, el cual reproduce con alarmante fidelidad aquél elaborado por los organismos internacionales de asistencia técnica y financiamiento (P.N.U.D., B.I.D., F.M.I., O.E.A., C.E.P.A.L., Banco Mundial,…). Desde esta perspectiva, el Ministerio de Cultura y Educación viene impulsando desde 1992 un proceso de transformación que, bajo el lema “Más y Mejor Educación para Todos”, promueve como ejes centrales la ampliación de la obligatoriedad escolar, a partir de una modificación estructural de los niveles de la enseñanza; la renovación curricular; la formación docente continua; la innovación en los estilos de gestión (específicamente destinada a los supervisores y directivos) y la evaluación permanente de la calidad de la educación.
En realidad, se trata de una reforma iniciada con la transferencia de los servicios educativos nacionales a las provincias, apoyada en una nueva herramienta legal para el sector -la Ley Federal de Educación- y sostenida por un proceso de negociación, en el ámbito del Consejo Federal de Educación, con participación real o formal, según el caso, de las autoridades educativas nacionales y provinciales, los sindicatos docentes, los centros académicos, las empresas y otras organizaciones de la sociedad civil.
En la práctica, el Ministerio de Cultura y Educación de la Nación se ha constituido en el “administrador” de la reforma frente a las jurisdicciones, exceptuando a aquellos estados provinciales con mayor experiencia en el sector y solvencia económica. Dicho organismo es el mediador para acceder a las líneas crediticias internacionales (Banco Mundial, B.I.D / B.I.R.F.) y, además, es quien asiste técnica y financieramente a las provincias a través de una multiplicidad de programas y proyectos destinados a apoyar acciones ligadas a los ejes de la transformación educativa. Para la mayoría de las provincias, tal aporte constituye una “tabla de salvación” que les permite paliar, en parte, el déficit provocado por la necesidad de solventar (como efecto de la transferencia) la totalidad de sus servicios educativos. En algunos casos se constituye, además, en la única oportunidad de contar con los recursos necesarios para concretar iniciativas de transformación de los aparatos educativos largamente postergadas. Entonces, resulta claro advertir de qué manera la reforma se convierte en un mecanismo mediante el cual las provincias demandan “todo” aquello que el Ministerio “ofrece”, más allá de la prioridad y racionalidad que estos programas adopten en relación con las necesidades de cada realidad local.
Por esta vía se han creado las condiciones para la difusión y generalización del discurso educativo oficial, el cual aparece como la única propuesta viable. A ello contribuye la dificultad de articular amplios sectores de la oposición en la producción de un discurso alternativo consensuado. En efecto, el sector educación también sufre el impacto de las dificultades que hoy se presentan para delinear políticas sociales globales opuestas a la exclusión. La ruptura del tejido social, así como la crisis de identidad y de propuesta de los sectores progresistas en nuestro país, constituyen un grave obstáculo para la producción de propuestas de carácter alternativo.
Complementariamente, la profundización de la pobreza, fruto amargo del “ajuste”, ha colocado en situación de emergencia a vastos sectores sociales destinatarios de los servicios educativos. Para esa población, cada vez más numerosa y más pobre, va en aumento la dificultad para garantizar su propia supervivencia y, en consecuencia, para sostener la asistencia de niños y adolescentes a los centros escolares. Al mismo tiempo, se constata el peso que adoptan el comedor escolar y la merienda como elemento central, a veces único, para la alimentación de los escolares pertenecientes a los grupos más pauperizados. Desde esta perspectiva, el esfuerzo por la escolarización se convierte en una de las tantas estrategias de supervivencia, que poco tiene que ver con la especificidad pedagógica primordial de la escuela.
En esta línea, advertimos que el deterioro del nivel educativo de la población es un aspecto que se halla íntimamente asociado a la pobreza. “Por ejemplo, en las áreas más postergadas del Conurbano bonaerense el 33% de los principales perceptores de ingresos en los hogares pobres no había terminado la escuela primaria (16% en el total de hogares) y el 63% tenía la secundaria incompleta (52% en dicho total). En 1988, la Investigación sobre pobreza en Argentina (IPA) arribó a conclusiones similares. Así, en el Conurbano bonaerense el 47,7% de los pobres estructurales carecía de instrucción o no había finalizado la primaria (índice que abarcaba al 29,3% de los pauperizados). Por su lado, una investigación llevada a cabo por el Centro de Investigaciones sobre Pobreza y Políticas Sociales en la Argentina (CIPPA, 1991) corroboró esta tesis (menor nivel educativo, más pobreza) y sostuvo que en el Conurbano se observa ‘…que entre los pobres estructurales, los jefes con mayor escolaridad (secundaria completa e incompleta) presentan menores tasas de desocupación, mayores ingresos y posicionamientos más ventajosos en las categorías ocupacionales que aquéllos de su mismo grupo de pobreza que no completaron la escuela primaria'” (Ezcurra, 1994).
Si tomamos como referente a la escuela media, podemos observar de qué manera la exclusión educativa se hace allí más efectiva. En efecto, se constata que este nivel educativo no llega a cubrir la población potencial de adolescentes pobres, quienes suelen no ingresar o abandonar rápidamente la escuela secundaria.
A su vez, podemos también destacar cómo la repitencia escolar se constituye en un emergente en la trama de la exclusión educativa. En este plano, advertimos que la repitencia constituye un “déficit que recae muy especialmente sobre los pobres estructurales. Por ejemplo, en el grupo de niños de 10 a 14 años de hogares pobres estructurales del Conurbano bonaerense (1988), el 43.6% había repetido (frente a un 26,7% de los pauperizados y un 12.7% de los no pobres) (INDEC, 1990)” (Ezcurra, 1994).
Así, la concentración creciente de la renta en manos de unos pocos sectores sociales, unida al desigual desarrollo regional, entre otros factores asociados al modelo económico en aplicación, han profundizado la brecha ya existente entre el circuito educativo destinado a los ricos y aquél brindado a los sectores populares, en el marco de un proceso de mercantilización del bien “educación”. “En definitiva, subsisten rezagos (en los adultos) y exclusiones que afectan especialmente a los pobres (en particular, a los estructurales) y que tienen más gravitación que en el pasado en la reproducción de la pobreza” (Ezcurra, 1994).
Frente a este nivel de deterioro educativo se torna cada vez más indispensable profundizar la atención educativa a los sectores más pobres, mejorando la calidad y adecuación de la oferta a las características y urgencias de sus destinatarios. Sin embargo, la evaluación de la calidad educativa, tan invocada por las actuales autoridades, funciona más como un mecanismo de control y culpabilización de los docentes por los fracasos y el deterioro de la educación pública, que como una estrategia destinada a aumentar la igualdad y la calidad del servicio en función de necesidades diferenciales. “No obstante, el (informe del) INDEC (1990) y otros estudios muestran que tal pérdida de calidad afecta más a los más pobres. En efecto, se han consolidado circuitos segmentados en la oferta; es decir, se proporcionan servicios educativos diferenciados para diversos grupos sociales. S. Llomovate (1988) comenta que esa ‘…segmentación se instala de hecho, no es instituida legalmente, y su efecto inmediato es un desnivel en la calidad de la educación que se ofrece en cada circuito’. Los de menos calidad corresponden a las fracciones más desfavorecidas, que después de haber pasado por la escuela no suelen lograr capacidades mínimas de lectura, escritura y cálculo (la denominada “marginación por inclusión”; CIPPA, 1991). A ello se vincula el hecho de que las escuelas “para pobres” cumplen cada vez más funciones asistenciales (p. ej., alimentación, prevención y control sanitario, apoyo a las familias en riesgo) en desmedro de sus tareas específicas” (Ezcurra, 1994). Además, resulta impensable que con las condiciones de trabajo que actualmente padece el personal docente y en la situación económica por la que atraviesan los sectores populares, se pueda producir una escuela de calidad para todos. Particularmente, vale la pena resaltar que en los marcos laborales donde se desenvuelve la labor de la mayoría de los docentes abundan el atraso salarial, el pago en bonos y una creciente amenaza de inestabilidad que se evidencia en intentos de modificación del régimen laboral, en la misma dirección de flexibilización que afecta al conjunto de los trabajadores del país.
El circuito se complejiza aún más con la extensión, simultaneidad y ambigüedad de las innovaciones, la capacitación breve y apresurada, la escasa de participación de los educadores en el diseño de las propuestas. Los programas y proyectos son implementados con “urgencia”. Los tiempos que se toman en cuenta parecen estar más en consonancia con las necesidades de triunfo electoral y se hallan desacompasados de los ritmos propios de los procesos educativos. Este apresuramiento, unido a otros factores tales como problemas de información, crea versiones contradictorias, marchas y contramarchas y sensación de improvisación, con la consecuente ansiedad, desconcierto y temor a “quedar afuera” por parte de la comunidad educativa.
Desde otro plano del análisis, las políticas neoliberales en educación intentan reducir la cuestión de la producción de conocimientos a un problema técnico, vinculado, principalmente, al uso de metodologías eficaces. Parece bien notorio que esta perspectiva profundamente ideológica oculta la articulación entre conocimiento y poder, despolitiza desde el campo educativo, encubriendo los intereses puestos en juego en los diseños de los proyectos fundamentales del área.
En este sentido, la transformación educativa puesta en marcha por las políticas educativas oficiales le adjudica al conocimiento una función social preponderante, entendiendo que “el conocimiento es el factor decisivo del crecimiento individual y social” (M.C.E, 1994) y que los cambios educativos pueden “promover la competitividad internacional a partir del incremento de la productividad nacional” (M.C.E, 1993). Este énfasis colocado en el conocimiento se halla estrechamente ligado a la posición que asumen los Organismos Internacionales al respecto, como consecuencia del surgimiento de nuevos modelos de producción apoyados en el cambio tecnológico. Según las políticas adoptadas por estas agencias, el rol del conocimiento y el aumento del potencial científico-tecnológico se convierten en un factor clave para el desarrollo de las naciones (Filmus, 1993).
Los enunciados elaborados por las políticas educativas oficiales y por los Organismos Internacionales no parecen considerar los escenarios para los cuales se diseñan las transformaciones planteadas y, por ende, las definiciones políticas y económicas específicas que “orientan” el “desarrollo de las naciones” y cuál es la posibilidad efectiva en nuestro país de ” promover la competitividad internacional a partir del incremento de la productividad nacional”. Así, la centralidad colocada en el campo de la producción y distribución del conocimiento aparece desvinculada del marco político, económico y social en donde se desenvuelven los procesos educativos. Es decir, desde nuestra perspectiva, las dinámicas educativas se hallan inmersas en un contexto que restringe cada vez más la posibilidad de producción y apropiación de conocimientos. Se trata de una fuerte limitación que afecta tanto el plano de la participación de distintos sectores de la sociedad en las determinaciones de lo que “debe ser aprendido”, como así también incide en la creación de condiciones adecuadas para el acceso y la permanencia en el sistema educativo de los sectores más vulnerables de la sociedad. Por eso, vale la pena recordar que en el escenario de una sociedad desigual “una participación limitada en la toma de decisiones económicas trae aparejado un acceso limitado al conocimiento” (Carnoy, 1981).
Como ya afirmamos, se intenta enlazar el rol del conocimiento con el actual desarrollo económico, que basa su éxito en el avance científico-tecnológico, y orientar, en este sentido, las actuales transformaciones educativas. “El conocimiento científico y la tecnología, incorporados a la producción de bienes y servicios, son los factores dinámicos de la economía, antes representados por la transformación de materias primas o por el desarrollo de la energía” (M.C.E., 1994). Desde esta perspectiva, tratan de incorporar nuevas lógicas para regir el desenvolvimiento de la escuela y del sistema educativo en las que la eficiencia, la calidad, los costos, la oferta, la demanda, el control parecen convertirse en algunos de los ejes más significativos de esta nueva escuela planteada para el siglo XXI.
Insistimos en que la conexión entre el conocimiento producido por los organismos oficiales y el poder económico y político suele soslayarse en la actual transformación educativa, donde por lo general aparece “ingenuamente” despojada de los intereses a los que responde y de los sectores a los que beneficia. Esta aparente neutralidad despolitiza el campo educativo y por ende, también al campo de la producción y legitimación del conocimiento oficial. Dicha despolitización no permite hacer visibles los supuestos ideológicos subyacentes en la producción del conocimiento oficial, el rol que éstos adquieren en la actual conformación social y, sobre todo, sus relaciones con el poder. La tarea de construcción del conocimiento oficial se muestra como una labor “técnica”, políticamente neutra, aislada de las bases políticas y económicas que lo producen, lo cual no permite develar qué conocimiento se elabora y por qué y cuál se excluye y por qué.
Evidentemente, el énfasis colocado en el rol del conocimiento, desde distintas agencias gubernamentales y organizaciones internacionales, pretendidamente aséptico y universal, no puede ser el resultado de un auténtico consenso en tanto éste sea “generado” sobre la de base a relaciones de poder asimétricas -como las que existen y parecen profundizarse en nuestra sociedad. Es decir, la producción del conocimiento oficial no puede estar al margen de los intereses de los grupos más poderosos de la sociedad y, en consecuencia, no puede estar al servicio de todos por igual. Por eso, es preciso analizar desde esta perspectiva la elección de prioridades, los recortes de saberes, la identificación de problemas, la selección de contenidos curriculares y de capacitación docente -con sus presencias y ausencias- descubriendo los mecanismos de inclusión y exclusión por los cuales se favorecen los intereses de la cultura dominante.
Concretamente, en la actual transformación educativa, los sectores sociales hegemónicos como el Estado, ciertos grupos económicos, parte de la iglesia católica oficial, algunas asociaciones de profesionales -a través de los equipos técnicos ministeriales- presionan, protagonizan y definen los rasgos centrales de los llamados Contenidos Básicos Comunes. Parecería que los lineamientos fundamentales de la actual transformación educativa -que declama “Más y Mejor Educación para Todos”- pretendidamente neutrales y dirigidos al conjunto de la población, quedan subordinados, en mayor o en menor medida, a los intereses de determinados grupos que, a la hora de producir el conocimiento oficial, plantean sus necesidades e intereses, generalmente vinculadas con el actual orden político y económico.
Además, plantear un conjunto de los contenidos teniendo en cuenta casi exclusivamente el capital cultural de los niños y de los jóvenes de la clase media, adoptándolos como objetivos y universales, excluye necesariamente a aquéllos con entrenamientos sociales y hábitos culturales diferentes y estrecha los límites para acceder de igual manera a estos conocimientos.
Una transformación educativa, para hacer efectiva su orientación democrática, necesita impulsar en todas sus áreas, y, por ende, también en la producción del conocimiento, una participación efectiva de los sectores más significativos de la sociedad en la definición de sus aspectos cruciales. Restringir la participación a los sectores más poderosos implica una marcada exclusión que afecta notablemente la posibilidad de incorporación en la escuela de los sectores más vulnerables de la sociedad.
Si, como afirmamos, la Reforma no tiene en cuenta, en el diseño de las propuestas, la participación de los sindicatos docentes, de los educadores y sus saberes, de los sectores del trabajo y de la producción no alineados con la política oficial, resulta significativo analizar qué sectores ejercieron y ejercen una porción de poder necesaria como para determinar las principales líneas de acción de la Reforma: parte de la comunidad científica y académica, parte de la jerarquía católica, los grandes grupos empresarios.
Parece bien notorio que la construcción de una ciudadanía crítica, capaz de protagonizar procesos políticos colectivos, no es considerada como un eje de la actual transformación educativa. La racionalidad económica aparece como el sustento privilegiado en la formación del sujeto y no cobra relevancia explícita el papel político de la educación (aunque de hecho esta reforma lo tiene).
A su vez, se torna cada vez más visible el perfil de un Sistema Educativo destinado principalmente a los “incluidos” y cuya propuesta pedagógica se dirige a aquellos sujetos con mayores posibilidades de acceso a los bienes culturales. El modelo no parece considerar a los sectores más pobres y “excluidos” más que como potenciales destinatarios de políticas compensatorias que se traducen en una variedad de programas remediales de corte asistencialista, escasamente articulados entre sí y de dudosa eficacia.
Finalmente, podríamos formularnos la siguiente pregunta: ¿qué papel juega la política educativa del gobierno en las necesidades de la reconversión capitalista de fin de siglo? ¿Cómo se relaciona la producción de determinados contenidos, la participación selectiva de los sujetos que orientan las propuestas más importantes de las actuales políticas la orientación de los programas hacia ciertos destinatarios de la educación pública, con la actual conformación económica y política de nuestro país? ¿Qué rol adopta esta Reforma en la presente democracia restringida, donde la justicia y el respeto por los derechos de la ciudadanía no parecen ser moneda corriente y donde, desde las actuales autoridades, no se impulsa a la participación activa de la población?
Por debajo de estos interrogantes subyace la convicción de que la exclusión educativa es resultado de una multiplicidad de factores provenientes no sólo del campo educativo sino también del político, económico y social: desinversión, descomposición de las condiciones laborales de los educadores, ausencia de infraestructura escolar y servicios de apoyo adecuados, saberes y metodologías orientados a los sectores sociales medios y altos, ausencia de espacios de participación democrática. Si a esto se agrega el deterioro creciente de las condiciones materiales de vida de los sectores populares, es obvio que el servicio educativo público que a ellos se destina adopta, a partir de intervención de todos estos factores, una configuración específica y se constituye en una de las formas que adquiere la discriminación social.
Afirmamos que el estado actual de la educación plantea la necesidad de un cambio. La escuela que diseñó la generación del ’80 no puede satisfacer las necesidades de las actuales generaciones. Pero, desde nuestra perspectiva, una transformación que alcance a todos los sectores sociales sólo es posible en un marco de democracia real, de participación de los sectores involucrados y de la mano de una mejora en las condiciones materiales de vida de los docentes y de los sectores populares.
Posibles Líneas de Acción
La exclusión educativa no es el producto de problemáticas vinculadas únicamente con las políticas-educativas gubernamentales ni se halla solamente asociada a las formas que adoptan los procesos de enseñanza y de aprendizaje de los sectores populares. Mas bien, se enlaza -como ya dijimos- con múltiples factores provenientes también del campo económico, político y social.
De igual modo, advertimos que las consecuencias de la exclusión educativa abarcan diferentes dimensiones de la vida de los sectores más vulnerables de la sociedad. Las restricciones que padecen los sectores populares -debido al cuadro general de deterioro de la escuela pública- tienden a limitar o impedir la participación social plena, la inserción en el campo laboral al tiempo que impactan en la dimensión ética de sus vidas. Pensemos, por ejemplo, en las múltiples formas en que el analfabetismo afecta necesariamente la dignidad del sujeto.
Pareciera que la exclusión educativa tiende a perpetuar a los sectores más vulnerables de la sociedad en su posición de subordinación, actuando como clasificadora y reforzando una distribución injusta del poder social. Por eso, entendemos que puede explicarse también como uno de los mecanismos de control social necesarios para el sostenimiento de una sociedad desigual. Sin embargo, éste no constituye un panorama cerrado, cristalizado, que soslaya o clausura la intervención humana colectiva. Más bien, valoramos las múltiples posibilidades (visibles y no visibles) que ofrecen, tanto los distintos movimientos sociales como así también los actores del sistema educativo, en la búsqueda de un camino de transformación social.
Evidentemente, una propuesta tendiente a superar la exclusión educativa no puede enmarcarse únicamente en las luchas político- educativas ni subsumirse a planteos de corte técnico – didáctico. Deben también estar asociada a aquellas otras luchas entabladas por diversos sujetos sociales comprometidos en la construcción de una sociedad que, al menos, mejore las condiciones de vida de los sectores populares. Se trata de propiciar la articulación de una voluntad política colectiva capaz de atender a esta problemática y de favorecer debates que puedan colaborar con una politización del realidad educativa.
Insistimos, la democratización de la escuela debe necesariamente articularse con la lucha política en otros escenarios: sindicatos, partidos políticos, movimientos sociales… Fortalecer la posición de estos sujetos que resisten, que cuestionan el orden dominante y trabajan en la elaboración de propuestas alternativas viables, favorecer la construcción de consensos y la negociación con los sectores hegemónicos sobre la base de relaciones más simétricas.
Sabemos que las actuales políticas educativas favorecen a algunos sectores sociales y perjudican a otros, por eso, se trata de una lucha por extender, generalizar, el campo del conocimiento, de los bienes culturales para que se tornen disponibles al conjunto de la población. Entendemos que la problemática del acceso, permanencia y egreso, es decir, el alcance de la educación no constituye un problema menor a la hora de imaginar una auténtica democratización del sistema educativo.
Evidentemente, se plantea el desafío de superar los factores que inciden en la exclusión educativa y de resituar la educación en un espacio estratégico de transformación social. En este sentido, es necesario delinear una estrategia política que, teniendo en cuenta las contradicciones del sistema educativo, tienda a ampliar la participación de aquellos sujetos sociales comprometidos con la democratización de la escuela y de la sociedad: los sindicatos docentes, las asociaciones de padres, las agrupaciones de estudiantes y egresados, la comunidad científica y académica, los sectores del trabajo y de la producción no alineados con el oficialismo, los movimientos vinculados con el género, la ecología, los chicos de la calle, la lucha contra la impunidad, entre otros.
En esta línea, es necesario cuestionar, denunciar y plantear alternativas a la relación de subordinación acrítica que establece el Ministerio de Cultura y Educación de la Nación respecto de las orientaciones de los organismos internacionales de financiamiento para el sector. Dichas agencias, estimulan políticas educativas que, lejos de favorecer a los sectores populares, tienden a cristalizar la idea de proveerles un mínimo de herramientas básicas (“necesidades básicas de aprendizaje”), en contraposición a la educación de excelencia reservada a los sectores medios y altos.
Desde otro ángulo, no es posible asegurar la calidad del servicio educativo sin revisar los criterios de asignación del presupuesto del sector, intentando revertir la creciente mercantilización del “bien educación” y la consecuente tendencia a la privatización del sistema. Es evidente que resulta imprescindible un incremento sustancial de los presupuestos educativos provinciales, atendiendo a las necesidades diferenciales de cada región. Además, se torna indispensable la previsión desde el nivel nacional de partidas presupuestarias de emergencia para aquellas provincias con amplia población en situación de riesgo educativo unida a una garantía de inversión que atienda las cuestiones de infraestructura, mantenimiento y servicios escolares. Una mención especial merece la necesidad de asistir de manera prioritaria a aquellas jurisdicciones que, a causa de una crisis terminal de sus economías que las coloca en la categoría de “insolventes”, se encuentran excluidas del acceso al crédito educativo internacional.
Una escuela de calidad sin duda exige un docente capaz de llevar adelante su tarea con profesionalismo y creatividad. La capacitación, el trabajo en equipo, la reflexión sobre la propia práctica, la investigación, el acceso a los bienes culturales sólo son posibles en un marco de condiciones materiales de vida que los propicien. Por eso, el resguardo de los derechos laborales del docente y la necesidad de garantizarle un salario digno no significan únicamente una reivindicación sectorial. También se asocian a mejorar los procesos de enseñanza y aprendizaje, especialmente los de los sectores medios y pobres, dado que, por lo regular, los educadores que no se desempeñan en la enseñanza privada suelen tener peores salarios y condiciones institucionales que no favorecen la reflexión, el intercambio, la capacitación.
Garantizar la gratuidad de todos los niveles y modalidades del sistema educativo implica asegurar el funcionamiento de todas las tareas que intervienen en el quehacer cotidiano de la escuela, incluida la provisión de materiales y servicios para aquellos sectores para los cuales esto se constituye en la condición de su permanencia productiva en el sistema. En este sentido, el trabajo de las cooperadoras, clubes de padres, asociaciones de egresados, organizaciones comunitarias, etc, deber continuar acompañando la dinámica escolar, pero sin que esto signifique de modo alguno institucionalizar una sustitución del rol principal que le cabe el Estado en el sostén de los centros educativos.
Por último, deberán revisarse los criterios corporativistas que sostienen las políticas de asignación de subsidios a las instituciones educativas privadas, para dar prioridad a aquellas que atienden a sectores populares.
Los procesos de enseñanza y de aprendizaje en los sectores populares poseen singularidades que deben ser consideradas en su especificidad. En consecuencia, fortalecer el eje pedagógico de la tarea en las escuelas que trabajan con estos sectores exige impulsar la realización de estudios e investigaciones referidos a los procesos de aprendizaje y de construcción de conocimientos en el marco de condiciones de pobreza, que incluyan una mirada sobre la calidad de la educación.
A su vez, la democratización del conocimiento implica atender a los intereses de distintos grupos, y no constituirse meramente en un producto que responde a las necesidades de los sectores hegemónicos. Desde esta perspectiva, es preciso elaborar propuestas curriculares, proyectos institucionales y materiales educativos que contemplen las habilidades, destrezas, lógicas, saberes y representaciones propias de los sectores populares.
Una propuesta que se proponga superar la exclusión educativa prioriza el nivel inicial como una etapa estratégica por su importancia como experiencia fundante de la escolarización y por su valor instrumental, estratégico para el tránsito posterior por el sistema educativo. Desde este punto de vista, resulta indispensable garantizar la obligatoriedad del nivel, y apoyar con medidas concretas la efectiva incorporación de los educandos de sectores populares.
En suma, educación y poder, educación y estructura económica se hallan íntimamente ligados, aunque las autoridades de la actual gestión educativa se esfuercen por ocultar esta vinculación. Por eso, desde nuestra perspectiva, es impensable la elaboración de una propuesta alternativa sin una estrategia que contemple una distribución más justa de los bienes culturales y del poder en la sociedad. Se trata de conectar la labor política con la labor educativa y de politizar el accionar de los actores educativos.
En este sentido es que creemos que superar la exclusión educativa implica extender la mirada hacia aquellas luchas desarrolladas en diferentes escenarios, capaces de aportar a las tareas de democratización de la educación y de hacer crecer desde una óptica propia, alternativa a la oficial, los espacios, los debates y las prácticas concernientes al campo específicamente educativo.
Bibliografía
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