Dra. Ana María Ezcurra
© 1996 Dra. Ana Marí Ezcurra
SUMARIO
Presentación
1. La necesidad de una alternativa integral, de alcance planetario
2. La cuestión del poder, la soberanía y el carácter político de las alternativas
2.1 Condiciones de posibilidad de la expansión neoliberal-conservadora
2.2 Sociedad civil, transformación de las estructuras de poder y paradigma de desarrollo
3. Hegemonía y programa neoliberal. Problemas y oportunidades
4. Los movimientos sociales y populares en América Latina. Algunos retos adicionales
Bibliografía
PRESENTACIÓN
En buena medida, este trabajo se aboca a identificar algunas características, fortalezas y debilidades del programa neoliberal a escala mundial y, en particular, en América Latina y el Caribe, con el fin de deslindar los desafíos que ello plantea a los movimientos sociales y populares del Sur y, sobre todo, de nuestro subcontinente. Por ende, se plantea un contrapunto entre dicho programa y sus consecuencias para la edificación de sujetos, procesos y paradigmas alternativos (apartados 1, 2 y 3).
En ese contexto se efectúa un diagnóstico sucinto, preliminar y parcial, respecto de algunas notas distintivas, avances y fragilidades -a nivel de pensamiento y acción- constatables en el amplio y diverso conjunto de movimientos sociales populares, organismos comunitarios y Organizaciones No Gubernamentales (ONGs) de la región (apartado 4). En este caso, la finalidad también es delimitar ciertos retos para el futuro.
LA NECESIDAD DE UNA ALTERNATIVA INTEGRAL, DE ALCANCE PLANETARIO
En los ‘80s, América Latina fue la región del mundo que padeció un mayor aumento en el volumen e intensidad de la pobreza -junto con el África Sub-Sahara y el Medio Oriente y Norte de África. Así lo afirma el Banco Mundial . En 1992, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) estimó que en 1990 el 45.9% de la población del subcontinente era pobre. Por su lado, el Proyecto Regional para la Superación de la Pobreza del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) calculó para el mismo año (1990) una cifra de incidencia bastante más alta: el 61.8% . Entonces, en los ‘80s la pobreza se generalizó e intensificó hasta convertirse en un problema masivo y de alcance regional.
En los ‘90s el proceso continuó. Es cierto que en algunos países -como Chile y Perú- se lograron ciertas reducciones en el volumen de pobres. Sin embargo, la CEPAL reconoce (1995) que durante el primer quinquenio de los ‘90s los progresos en materia de reducción de la pobreza fueron “muy moderados”. Aún más, admite que desde 1994 se registran importantes retrocesos, con incrementos significativos en los niveles de pobreza e indigencia en países como Argentina y México.
La pobreza no fue (ni es) el único campo en el que se dio (y da) una evolución negativa. Además, en los ‘80s y ‘90s se produjo un aumento considerable de la desigualdad en la distribución del ingreso , hasta alcanzar un nivel que el Banco Mundial cataloga como excepcionalmente alto , el más inequitativo a escala mundial -al punto que, según el propio Banco, en algunos países el 10% más rico de la población tiene 84 veces los recursos del 10% más pobre . Además, el Banco admite que la pobreza en la región deviene, en buena medida, de dicha inequidad . En suma, desde los ‘80s la desigualdad está en franco aumento -tendencia que deriva de procesos persistentes y severos de concentración del ingreso, que continúan hasta el presente.
Ello no sólo ha provocado (y ocasiona) un alza en el número de pobres (clasificados así según los métodos usuales de medición). Adicionalmente, ha dado lugar a intensos procesos de pauperización de vastos contingentes de la población latinoamericana; en especial, de franjas tradicionalmente consideradas como pertenecientes a las capas medias. Según la CEPAL (1995), ello es particularmente patente en los estratos bajos (de esos sectores medios), cuya participación en la distribución del ingreso sufrió a partir de 1980 una reducción abrupta y marcada, al punto que buena parte de dichas fracciones se encuentra muy próxima al umbral de pobreza.
En definitiva, desde los ‘80s no sólo creció el volumen de pobres, la pobreza se hizo más intensa y se amplió la desigualdad. Por añadidura, se extendió notablemente la población considerada vulnerable -es decir, muy cercana al umbral de la pobreza que, por consiguiente, sería catalogada como pobre si se emplearan métodos más ajustados de medición.
Según lo apuntado, esa catástrofe social es el producto de un ciclo largo que comenzó (o se agudizó) a principios de los ‘80s, persiste hasta el presente y corresponde al período de implantación del programa neoliberal. El carácter prolongado del ciclo permite sostener que se trata de impactos negativos atribuibles a dicho programa, de carácter estructural, inherentes al modelo y de largo plazo. En otros términos, son tendencias que trascienden las fluctuaciones y efectos coyunturales.
¿Qué es el neoliberalismo? Perry Anderson (1996) comenta que el neoliberalismo surgió después de la Segunda Guerra Mundial como una “reacción teórica y política vehemente” contra el Estado de Bienestar, motorizada originalmente por Friedrich Hayek y luego por la Sociedad de Mont Pèlerin -fundada en 1947 y en la que intervinieron, entre otros, Milton Friedman y Karl Popper. El ideario neoliberal no sólo atacó cualquier regulación del mercado por parte del Estado. Además, argumentó que la desigualdad es un valor positivo para dinamizar el crecimiento y la acumulación privada, por lo que se consideró imprescindible quebrar el poder del sindicalismo y, en general, del movimiento obrero (con sus presiones igualitarias sobre los salarios y el gasto social del Estado) . No obstante, a partir de la posguerra las democracias occidentales estructuraron sus políticas precisamente en torno al Estado de Bienestar que, así, dio lugar a un poderoso consenso.
Entonces, el neoliberalismo desafió al capitalismo de reformas desde su inicio; o sea, se trató de una contrarreforma temprana. Empero, durante más de veinte años el reto tuvo poco éxito. En efecto, y como señala P. Anderson, las advertencias neoliberales parecían poco creíbles ya que el capitalismo avanzado había entrado en una larga fase de auge sin precedentes -su edad de oro-. Sin embargo, en los ‘70s todo cambió. La crisis económica (que por primera vez aunó recesión con inflación) produjo la erosión y después la disgregación de aquel consentimiento. En otros términos, dio lugar a una crisis de consenso que permitió ganar terreno al ideario neoliberal. Finalmente, éste logró expresión estatal con el advenimiento de las administraciones Thatcher (Gran Bretaña, 1979) y Reagan (1980); y en poco tiempo se difundió a buena parte de Europa Occidental.
Durante ese lapso inaugural, breve y altamente expansivo, aquel ideario también comenzó a propalarse en América Latina. Es que la crisis de pago de las deudas externas -que eclosionó en México en 1982- ofreció una excelente oportunidad. En efecto, dio lugar a un club de acreedores que, desde entonces, impuso los denominados ajustes estructurales que impelen y, a la vez, plasman el programa neoliberal. Con todo, cabe recordar que América Latina fue escenario de la primera experiencia neoliberal sistemática del mundo durante la dictadura chilena inaugurada en 1973 que, así, fue pionera del ciclo neoliberal lanzado a escala global unos años después. Hacia fines de los ‘80s, el proceso de implantación regional se consolidó y profundizó con el arribo de las administraciones Salinas (México, 1988), Menem (Argentina, 1989) y Fujimori (Perú, 1990).
El caso latinoamericano expresa un proceso más general, por el cual el ideario neoliberal original se concretó en un programa de alcance mundial. Según Pedro Vuskovic (1994), sus ejes básicos se pueden resumir en:
- “…constituir a las exportaciones en la fuente fundamental del crecimiento…”, lo que lleva a políticas como el estímulo de aperturas incondicionales al capital trasnacional y el sobreacento en la competitividad;
- “reducir drásticamente el ámbito de acción del Estado y propiciar la privatización de toda suerte de actividades productivas y servicios…”;
- y respecto del corto plazo, jerarquizar por encima de cualquier otro objetivo la preservación de los “equilibrios macroeconómicos” (sobre todo, en materia de presiones inflacionarias y de las cuentas fiscales y externas).
Precisamente, tales “ejes” definen a los “ajustes” que, por ende, no se limitan a la búsqueda de “equilibrios macroeconómicos”, sino que también impelen transformaciones “estructurales” (reforma externa y del Estado) .
En suma, en los ‘80s el programa neoliberal logró una extraordinaria expansión. Incluso fue adoptado -en un proceso de intensa reconversión ideológica- por partidos y movimientos que previamente habían levantado paradigmas de desarrollo basados en el Estado, ya sea de corte socialista o capitalista. Es el caso de ciertos gobiernos socialdemócratas europeos (en España, Francia, Grecia, Italia y Portugal) y de corrientes latinoamericanas de raigambre nacional y popular (como el peronismo argentino y el Partido Revolucionario Institucional, de México).
Hacia fines de la década, el colapso del socialismo histórico abrió otra firme oportunidad de propagación, otorgándole -ahora sí- un alcance realmente planetario. Como sostiene Perry Anderson (1996), “los nuevos arquitectos de las economías postcomunistas en el Este (…) eran y son seguidores convictos de Hayek y Friedman, con un menosprecio total por el keynesianismo y el Estado de Bienestar, por la economía mixta y, en general, por todo el modelo dominante del capitalismo occidental en el período de posguerra (…) No hay neoliberales más intransigentes en el mundo que los ‘reformadores’ del Este”.
En consecuencia, el neoliberalismo ha logrado edificar una sólida hegemonía a nivel dirigente. Y ese nuevo “sentido común” ha alcanzado una escala realmente mundial. Éste es, probablemente, uno de los éxitos más destacados del programa neoliberal, que todavía detenta un liderazgo intelectual y fuerza política notables . Por ello se puede afirmar, con Franz Hinkelammert (1996), que si bien el sistema provoca crisis, él mismo no está en crisis y, además, “florece como nunca”.
Esa hegemonía mundial no sólo es una muestra de éxito. También expresa una dimensión de la globalización. Se trata de una globalización ideológica neoliberal. Como tal, es resultado de una voluntad política y no la expresión “necesaria” de determinaciones históricas inexorables.
En efecto, desde mediados de los ‘80s el capitalismo central impele deliberadamente la expansión internacional de un proyecto de sociedad. Éste no se limita al ámbito económico y, por eso, tiende a ser integral. En buena medida, ese impulso (y dicha integralidad) es resultado de la política exterior estadounidense. En efecto, ya en la segunda administración Reagan la agenda neoliberal se articuló con ciertos temas neoconservadores, lo que dio lugar a un conjunto original, a una nueva síntesis .
La gran novedad fue el ensamble del ideario neoliberal con los valores democráticos, típicamente neoconservadores -mientras que en el neoliberalismo ocuparon siempre un lugar claramente subordinado. Otra nota distintiva fue la voluntad internacionalista -también de estirpe neoconservadora- que acompañó a esa nueva visión desde sus orígenes. Por eso, en la era Reagan se lanzó la denominada “democratización global”, que posteriormente fue retomada (y ajustada a la post-guerra fría) por la gestión Bush y, luego, por la administración Clinton (ahora con el nombre de “alianza global para la democracia”). Es decir, se configuró un consenso bipartidario sólido moldeado por el partido Republicano, que los Demócratas continuaron sin mayores variaciones .
Entonces, en rigor se trata de un programa neoliberal-conservador (o un neoconservadorismo-liberal) que, como tal, propone e impulsa un modelo de sociedad que es integral (no sólo económico) y, a la vez, mundial -un proyecto de homogeneización planetaria. En ese doble sentido conforma un “macro-relato”, un paradigma universal, un esfuerzo totalizador típico de la Modernidad e inédito en su alcance. Por ello, carecen de sustento los diagnósticos, hoy tan frecuentes, acerca de una presunta crisis generalizada de paradigmas, así como el anuncio de una civilización post-moderna definida por el reinado de la fragmentación . A la vez, como ya se apuntó, se trata de un proyecto político formulado, lanzado y sostenido por los Estados del capitalismo avanzado. Es decir, supone una voluntad colectiva y políticas ad hoc. Por eso, recientemente Jeffrey Sachs (1995), arquitecto del “ajuste” boliviano y académico de la Universidad de Harvard, advirtió que si bien es cierto que existe un sistema capitalista mundial emergente, sería un grave error -el “más grande en la política exterior de nuestro tiempo”- creer que dicho sistema se consolidará automáticamente. Aún más, un débil “liderazgo internacional” podría poner en riesgo su viabilidad.
Obviamente, los efectos socialmente devastadores del programa neoliberal-conservador no se limitan a América Latina. Es decir, tienen el mismo alcance que su implantación: son mundiales e, incluso, ya afectan a los países del Norte. Los estudios y estadísticas en la materia son innumerables y no es posible abundar aquí en la cuestión. Por ello, sólo cabe recordar algunos impactos específicos que han sido reiteradamente señalados en los últimos años y que, además, constituyen efectos y tendencias estructurales, de largo plazo e inherentes al modelo: a) un fuerte incremento de la desigualdad, a nivel de las sociedades nacionales, sí, pero también de orden internacional -en detrimento de los países del Sur ; b) el surgimiento y consolidación de potentes procesos de exclusión, que plasman en un desempleo y subempleo que ahora son estructurales, masivos y crecientes. Al respecto, la Organización Internacional del Trabajo (1994) admite que han alcanzado “niveles sin precedentes” y que, en algunas regiones, aumentan “vertiginosamente” . Por ejemplo, consigna que “desde principios de 1990 hasta marzo de 1992, el número de desempleados registrados en los países de Europa oriental ascendió de 100.000 a más de 4 millones”. La exclusión también aflige a naciones enteras, que están siendo marginadas del sistema de comercio mundial, como ocurre con el África Sub-Sahara.
Así pues, y como señala el PNUD (1992), lo que corre peligro no es la calidad de vida, sino la vida misma -sobre todo, en los países del Sur. Por eso, la edificación de una alternativa es ineludible, ya que concierne a la sobrevivencia.
A la vez, la índole (previamente descripta) del neoconservadorismo-liberal condiciona algunas características que deberían signar a dicha alternativa. En efecto, si el neoliberalismo es un “macro-relato”, un paradigma universal -mundial e integral-, la respuesta también ha de ser universal .
En primer lugar, ello implica que si el neoliberalismo es planetario, su alternativa debe tener alcance mundial. Se trata de un asunto internacional; y así debe ser encarado. En otros términos, la vocación internacionalista del neoliberalismo-conservador -y su “mundialización” efectiva- sólo puede ser enfrentada por otro internacionalismo, de corte alternativo. Ello comporta la necesidad de una agenda global y de sujetos colectivos ad hoc (portadores de tal agenda).
Por otro lado, si el neoliberalismo es un modelo de sociedad integral que, a la vez, tiende estructuralmente a exclusiones y desigualdades de carácter masivo, es imprescindible un nuevo paradigma de desarrollo (que supone otro concepto de desarrollo) asentado, como afirma Franz Hinkelammert (ob. cit.), en un criterio universal alternativo. Al respecto, diversos autores hacen hincapié últimamente en el papel rector de la integración y de la reproducción de la vida -precisamente como criterio universal y, por ello, jerarquizado, ordenador del conjunto. Estos aspectos (agenda global, sujetos colectivos ad hoc, paradigma alternativo de desarrollo) son encarados a continuación.
LA CUESTIÓN DEL PODER, LA SOBERANÍA Y EL CARÁCTER POLÍTICO DE LAS ALTERNATIVAS
Condiciones de posibilidad de la expansión neoliberal-conservadora
Cabe interrogarse respecto de las condiciones de posibilidad de semejante propagación planetaria del programa neoliberal. En parte, dicha expansión deriva de transformaciones en la estructura de poder internacional. Es decir, operan condicionamientos políticos -asociados (como se verá luego) con el rol de ciertos organismos multilaterales controlados por los Estados-Nación del capitalismo central.
Ello es cierto a pesar de que el neoliberalismo conformó (y constituye) un programa que responde al surgimiento y consolidación de actores económicos de alcance mundial. Es decir, resultó (y es) consonante con intensos procesos de concentración de capital en ciertas fracciones (financieras, productivas) que, actualmente, requieren una escala de circulación planetaria. Al respecto, es notable la evolución de las empresas trasnacionales, que han llegado a configurar una verdadera “infraestructura mundial de producción y distribución” cuyo valor supera los 2.1 billones de dólares -dos veces más que el Producto Bruto latinoamericano .
Esa “mundialización” (del capital) posee un efecto político específico y emergente: la restricción del poder y autoridad de los Estados-Nación. Empero, no se trata del único agente que opera en tal sentido, ya que dicha erosión es sobredeterminada -ocasionada por factores diversos pero convergentes. En efecto, han aparecido otros actores y riesgos trasnacionales que también corroen la habilidad de los Estados para actuar autónomamente, lograr sus objetivos y controlar los acontecimientos. Por ejemplo, el terrorismo internacional, la proliferación de armas de destrucción masiva, la producción y tráfico de estupefacientes, el deterioro ambiental y las migraciones masivas . Por eso, últimamente se subraya y reitera que el Estado-Nación resulta “demasiado chico” para lidiar con esos procesos globales.
Sin embargo, los Estados-Nación del capitalismo central continúan siendo actores principales en la arena internacional. Si el surgimiento de agentes y riesgos trasnacionales horadó (y socava) su fuerza, en un movimiento de signo contrario el ciclo neoliberal promovió (y produce) una notable redistribución mundial y concentración de poder en dichos Estados, en perjuicio de los países del Sur . Ese poderío se expresa y utiliza en diversos ámbitos.
En el terreno económico, supone una intervención agudizada de los Estados-Nación centrales en los mercados internacionales, patrón reiteradamente apuntado por Noam Chomsky en diversos ensayos . Por ejemplo, con el desarrollo de una franca colaboración estratégica entre las empresas trasnacionales y sus respectivos gobiernos de origen; y con la intensificación de prácticas comerciales de corte proteccionista , lo cual permite afirmar -con el PNUD (1992)- que los “mercados globales no operan libremente” .
En la arena política, implica un mayor control de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) . Al respecto, cabe aclarar que en la post-guerra fría -y a pesar de los procesos de globalización- la ONU continúa operando como un foro dentro del paradigma de los Estados-Nación . Es decir, sus acciones son en buena medida determinadas por la percepción que los Estados miembros tienen sobre sus respectivos intereses nacionales (más que por la identificación de requerimientos globales), matriz que es peculiarmente visible en los gobiernos de las “democracias industriales”. A la vez, y en virtud del colapso del socialismo histórico y, en particular, de la Unión Soviética, los Estados-Nación centrales han concentrado un poder de decisión aún mayor que el que poseían durante la guerra fría. De ahí que normalmente la ONU “sólo puede actuar cuando hay una concertación entre las grandes potencias”.
Empero, dicho vigor político es singularmente patente en las instituciones de Bretton Woods. En efecto, el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) han incrementado notablemente su poder: formulan, condicionan e, incluso, gestionan y evalúan con detalle políticas y programas económicos, sí, pero también sociales, en una escala y con una minuciosidad inéditas -al punto de convertirse en “árbitros” que determinan cuáles países recibirán préstamos internacionales . Por otro lado, se trata de agencias multilaterales (integradas por Estados) en las que la capacidad de decisión de cada país es proporcional al capital comprometido. Por eso, los Estados centrales tienen un rol preponderante en la definición de políticas y en la toma de decisiones.
En ese contexto, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional han conformado (y constituyen) un dispositivo nodal para la implantación planetaria del programa neoliberal.
Para ello, el BM introdujo una innovación clave en su operatoria. En efecto, hasta los ’80s el Banco financiaba proyectos específicos . Sin embargo, a mediados de la década (1980s) abandonó esa óptica y comenzó a colaborar estrechamente en la aplicación de los programas de ajuste. Es decir, el énfasis se desplazó desde los proyectos particulares hacia el intento -mancomunado con el FMI- de rehacer las economías del Sur . Por eso se crearon los denominados “Préstamos de Ajuste Estructural” (“Structural Adjustment Loans”, SAL) que proliferaron desde 1982 -cuando eclosionó la crisis de pago de las deudas externas. Ello determinó una innovación significativa. En efecto, el Banco comenzó a condicionar sus préstamos, recurso que el FMI ya aplicaba desde los ’60s. Y así surgió la llamada “condicionalidad cruzada”. Ésta implica que la disponibilidad de recursos de cada organismo (BM y FMI) depende, en los hechos, del cumplimiento de los compromisos establecidos con ambos.
Ese condicionamiento -que ahora es “cruzado” y también más rígido y profundo- se usó (y utiliza) para “inducir o forzar” los “ajustes” y, en general, la aplicación de políticas. Es decir, las dosis de persuasión o coacción varían según los casos .
Al respecto, puede formularse la hipótesis de que, en rigor, la imposición acreedora de los “ajustes estructurales” tiende a forzar consensos, figura factible debido al desarrollo de mutaciones en la naturaleza del poder internacional . En otros términos, la notable hegemonía planetaria lograda por el programa neoliberal-conservador se asienta en una estructura de poder mundial que manipula debilidades y atraviesa dicho consentimiento. Entonces, se trata de una hegemonía parcialmente fundada en componentes coactivos.
De ahí que aquella condicionalidad suponga una injerencia acentuada en los asuntos internos de los países deudores. Así pues, los Estados centrales no sólo han intensificado su intervención en los mercados internacionales, sino también en el campo de las políticas -a través de organismos multilaterales y, en particular, de las instituciones de Bretton Woods.
Por consiguiente, en América Latina las deudas externas dieron (y dan) lugar a dispositivos de intromisión (en cuestiones domésticas) que profundizaron, sí, pero que además alteraron las relaciones de dependencia. En efecto, en la práctica se instituyó una modalidad de “gobierno global”. Es decir, se produjo (y constata) una trasnacionalización de decisiones; una transferencia de poder político desde los Estados-Nación (deudores) hacia agencias internacionales. No se trata aquí del proceso más general de restricción de soberanía derivado del citado surgimiento de actores y riesgos trasnacionales; sino de una soberanía limitada por el poder de los Estados del capitalismo avanzado y de algunas organizaciones multilaterales bajo su control.
En definitiva, emerge una trasnacionalización subordinada. Una subordinación que es externa, pero también interna -a los grupos económicos locales más concentrados. Una subordinación de los Estados, sí, pero también de los gobiernos y, en general, de buena parte de la dirección política de los países en cuestión. Los gobiernos no gobiernan, sino que gerencian políticas de paternidad internacional. Y el papel de los partidos sería solamente legitimarlas. Así lo expresó crudamente John Bailey, director interino del Centro de Estudios sobre América Latina de la Universidad de Georgetown (EEUU): “los partidos políticos se parecen cada vez más y sólo les queda el rol de legitimar paquetes de medidas que ya vienen armados desde los mercados de capitales. (Se trataría de) hacer que a la gente les parezcan bien o, por lo menos, necesarios, inevitables” .
Esa subordinación del sistema político a poderes sin control (nacional, ciudadano) es, éste sí, un problema de “gobernabilidad” que, a su turno, pone en cuestión los alcances democráticos de los regímenes políticos hoy vigentes en la región. Es cierto que -como afirmó C. Macpherson en un ensayo clásico (1987)- la desigualdad social (inherente al capitalismo) demanda modelos democráticos de baja participación. De ahí que la democracia liberal capitalista dominante en el mundo Occidental se estructure en torno a la competencia de élites organizadas en partidos políticos. En este sistema, el rol de los ciudadanos no es decidir políticas y luego elegir representantes que las pongan en práctica, sino sólo elegir a los hombres que adoptarán las decisiones. Entonces, la participación es catalogada como baja porque las decisiones quedan reservadas a las élites dirigentes. Éste es precisamente el mecanismo clausurado por la trasnacionalización subordinada hoy dominante. Las políticas fundamentales -atinentes a los modelos domésticos de sociedad- no son decididas ni por los ciudadanos, ni por los partidos, ni por los gobiernos latinoamericanos. En suma, la estructura y funcionamiento del poder internacional restringen el espectro de decisiones al alcance de los sistemas políticos locales y, con ello, la soberanía nacional y ciudadana. La democracia -tan exaltada por el neoconservadorismo-liberal- queda en entredicho.
Sociedad civil, transformación de las estructuras de poder y paradigma de desarrollo
Si el programa neoliberal es un proyecto político (ítem 1) cuya irradiación se cimienta en estructuras políticas, entonces la búsqueda y edificación de alternativas constituyen, ante todo, desafíos de orden político.
Al respecto, un reto primordial consiste en revertir la subordinación de lo político a esos “poderes sin control”. Es decir, se trataría de restituir a lo político su dignidad, su vocación y capacidad de transformación histórica, su conformación como ámbito de poder.
Ello demanda transformaciones substanciales en las estructuras de poder -tarea de índole política que, además, es peculiarmente ineludible en América Latina dados sus niveles extremos de desigualdad (ítem 1). En esa línea, Mahbub ul-Haq (1993) -asesor del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y de los equipos que elaboran sus Informes anuales- mantiene que en América Latina “…las verdaderas causas de la pobreza son políticas, exigen cambios fundamentales en la estructura de poder y no meras soluciones tecnocráticas innovadoras. América Latina ha experimentado, quizás, las peores desigualdades del mundo (…) Nada tengo yo contra las brillantes soluciones tecnocráticas para el problema de la pobreza, siendo yo mismo un tecnócrata, pero van a servir de poco si no creamos alianzas políticas para producir un cambio estructural en América Latina” .
Por su lado, ese cambio estructural no es viable sin la construcción de un poder alternativo, un poder de las mayorías. Esta visión es sostenida por el propio Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, que en su Informe sobre Desarrollo Humano 1993 (dedicado al tema de la participación) asienta que “el cambio en la ecuación del poder exige la organización de una fuerza de contrapeso o incluso una revolución” .
Y añade que “las organizaciones populares (…) representan algunas de las fuentes más importantes de (tal) poder de contrapeso”. Es que el PNUD recalca (sobre todo, en dicho Informe 1993) la importancia del robustecimiento de la sociedad civil -organizaciones populares e intermedias (ONGs). Se trata de estimular una “participación popular” (de la sociedad civil), sí, pero entendida en términos políticos: como “fuerza de contrapeso”, con voluntad y capacidad de incidir (en) y transformar las estructuras de poder: no sólo las nacionales, sino también las internacionales. Entonces, está en juego el tipo de participación (social por su raíz, política en sus objetivos) y, además, su alcance (trascendiendo lo nacional e involucrándose en la escena mundial).
Y así surge la necesidad -ya anotada- de una agenda global alternativa y de sujetos colectivos ad hoc. En materia de agenda, despunta un tema prioritario (aunque no excluyente), directamente derivado de las estructuras de poder que sustentan la expansión planetaria del paradigma neoliberal-conservador: la democratización del sistema de las Naciones Unidas y, en particular, de la “banca de desarrollo”. El PNUD (1993) coincide y apunta: “reconozcamos también que no es probable que las fuerzas de la democracia tengan la cortesía de detenerse en las fronteras nacionales. Este hecho tiene grandes consecuencias para la gobernación mundial. Los Estados y la sociedad civil deben tener la oportunidad de influir en las decisiones internacionales que van a afectarlos de forma tan profunda. Ello significa procurar que las organizaciones de gobernación mundial sean mucho más amplias y participativas. En particular, debería producirse un nuevo examen a fondo de las instituciones de Bretton Woods”.
En materia de sujetos, una tarea prioritaria es el impulso de redes o coaliciones que den lugar a actores (sociales) auténticamente internacionales. En esta materia, ya hay un camino trazado. En efecto, existen algunas ONGs de alcance realmente mundial que, como anota Peter Spiro (del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, EEUU), se desempeñan como una pujante fuerza motriz en un espectro amplio de asuntos globales, formulando agendas, movilizando miembros o adherentes y monitoreando procesos. Agrega que los regímenes internacionales de protección a los derechos humanos y al medio ambiente casi no existirían si no fuera por la presión inicial y continuada de ciertas ONGs. Una de las más conocidas y respetadas -como señala el PNUD (1993)- es Aministía Internacional, fundada en 1961. P. Spiro añade que inicialmente esas ONGs se respaldaron en una sólida autoridad moral, así como en experiencia técnica; y que luego añadieron una capacidad de reclutamiento masivo (por ejemplo, Greenpeace tendría alrededor de 4.1 millones de integrantes) y, en algunos casos, de armar sólidas alianzas con instituciones de investigación (que también deberían ser contadas como actores no gubernamentales de impacto internacional real o potencial). Por otro lado, los avances en materia de comunicaciones y, en particular, la telemática, facilitan extraordinariamente el despliegue de objetivos y agendas comunes a escala internacional. Es decir, favorecen esquemas de pertenencia y cohesión menos ligadas al territorio y a los Estados-Nación.
En síntesis, se trata de impulsar la conformación (o robustecimiento) de actores no gubernamentales de alcance mundial, organizados alrededor de agendas globales que disputen hegemonía al neoconservadorismo-liberal.
Sin duda, ello requiere (como ya se anotó) la formulación de un nuevo paradigma de desarrollo, alternativo al neoliberalismo-conservador. Al respecto, se han comenzado a perfilar algunas contribuciones que, además, muestran espacios de convergencia. Es decir, que exhiben un pensamiento común, aunque general y preliminar.
Sobre todo, se coincide en un criterio: se trataría de colocar a la vida humana en el centro del desarrollo -tesis que incluso ha sido (y es) sostenida por el propio PNUD en sus sucesivos Informes anuales sobre Desarrollo Humano . Ello conduce a un fuerte hincapié en objetivos de integración social, ubicados como criterio nodal y núcleo organizador -y no como un componente complementario y subordinado a propósitos superiores (como el crecimiento económico). Esa centralidad de la integración deriva, a su turno, en una óptica que acentúa el papel del combate a la desigualdad como un eje jerarquizado y estructurante adicional. Ello es apuntado por el propio Mahbub ul-Haq (PNUD) y por autores latinoamericanos como Pedro Vuskovik (1992), quien sostiene la necesidad de una concepción alternativa que “haga del enfrentamiento a la desigualdad el eje central de su contenido”.
De hecho, esa jerarquización de lo humano implica una ruptura con el concepto de desarrollo que, según Franz Hinkelammert (1993), fue fundante de la modernidad. Una noción que supone “la armonía entre desarrollo humano y maximización del crecimiento económico basado en el desarrollo técnico”. Es decir, una categoría cuya idea subyacente es que el crecimiento económico y el progreso técnico actúan necesariamente “…en dirección de la humanización de la vida humana”. Dicho autor agrega que esa noción sustentó tanto a las diversas políticas y teorías capitalistas de desarrollo cuanto al socialismo de corte soviético.
En suma, aquella centralidad de lo humano comporta la elaboración de un nuevo concepto de desarrollo y, por ende, una reorientación estratégica substancial con eje en la integración social y el enfrentamiento a la desigualdad. En definitiva, con la reproducción de la vida como criterio universal alternativo. Sin embargo, cabe aclarar que la idea de “reproducción de la vida” no se limita a la simple sobrevivencia -aunque éste sea un riesgo real y un desafío acuciante para amplios contingentes humanos; ni a las necesidades consideradas “básicas” o esenciales -aunque éstas queden crecientemente insatisfechas en fracciones aún más vastas de la población mundial. Tampoco se restringe al mundo material.
Sin duda, ese enfoque ampliado de la reproducción de la vida demanda una mayor profundización. Al respecto, pueden ser fructíferos algunos aportes del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. En efecto, el PNUD propone un objetivo sugerente: se trataría de ampliar las opciones de las personas -propósito que, según el PNUD, constituye el “punto focal” de su noción de Desarrollo Humano. Esta perspectiva se ensambla directamente con posturas teóricas como las de Amartya Sen (1995). Precisamente, este autor incorpora la cuestión de las realizaciones (logros conseguidos) y de los medios (para obtener tales resultados), sí, pero la trasciende y subraya que el poder elegir conforma un componente valioso y central de la existencia humana. Por consiguiente, se trataría de promover una ampliación de alternativas, de opciones, permitiendo un mayor poder de las personas sobre sus vidas. Y cabe resaltar que ello supone una óptica alternativa a la del paradigma neoliberal, en el cual la libertad es entendida como libertad económica e individual en un sistema de libre empresa, regulado por el mercado, que reduzca al mínimo la intervención del Estado (con el fin de maximizar esa libertad). Incluso, Friedrich Hayec advirtió acerca de los peligros de la “libertad como poder” o “disponibilidad de elegir alternativas”, “definición según la cual la pobreza, la falta de educación y el desempleo constituyen privaciones de la libertad pues restringen las alternativas que se ofrecen a un individuo” .
HEGEMONÍA Y PROGRAMA NEOLIBERAL. PROBLEMAS Y OPORTUNIDADES
Desde mediados de los ‘80s, la pobreza en el Sur es objeto de creciente preocupación para diversas agencias de la Organización de las Naciones Unidas. El Banco Mundial asumió progresivamente un rol de liderazgo en la materia, hasta que en 1990 publicó su famoso “Informe sobre el Desarrollo Mundial: la pobreza”, en el que propone a la reducción de la pobreza mundial como máxima prioridad de la política internacional y del accionar del propio Banco.
La pobreza es ponderada como un asunto prioritario en tanto es apreciada como un poderoso factor de inestabilidad política. En otros términos, la expansión e intensificación de la pobreza en el Sur pondrían en entredicho la denominada “gobernabilidad” o “sustentabilidad” política de las reformas económicas. Es decir, se perciben riesgos para la viabilidad (política) de los “ajustes estructurales”. Se teme un incremento y generalización de conflictos distributivos y, en definitiva, una erosión del consentimiento social mínimo indispensable para la convalidación electoral del programa neoliberal. Entonces, el problema es situado en el campo de la hegemonía. Y con ello despunta una situación paradojal. En efecto, es allí precisamente donde el neoliberalismo ha conseguido uno de sus éxitos más destacados. Empero, ese vigoroso consenso de alcance planetario -substitutivo de (y en pugna con) su predecesor, que giró en torno al Estado de Bienestar- posee una fuerte implantación, sí, pero a nivel dirigente.
La pobreza no sólo ascendió a la cúspide de las prioridades políticas. Además, ello determinó que el Banco Mundial llevara adelante un cierto “aggiornamento” del paradigma neoliberal, presentado pública y sistemáticamente en dicho Informe sobre el Desarrollo Mundial (1990). Así pues, el programa neoliberal original se ha renovado . Tal remozamiento posee un alcance estratégico. Es decir, plasma en una reformulación de conjunto, que el Banco denomina estrategia de “dos vías” y que ha sido (y es) bastante influyente en América Latina.
La primera “vía”, considerada prioritaria, se identifica con la recuperación de un crecimiento económico estable. Éste fue el objetivo central y la promesa primaria del paradigma neoliberal desde su origen. Por eso, en esta materia el Banco Mundial continúa prescribiendo las reformas orientadas al mercado. Entonces, el programa neoliberal, aunque rejuvenecido, persiste. En efecto, no sólo se ratifican los trazos básicos del modelo, sino también su carácter nuclear. En otros términos, la primera “vía” ocupa un lugar jerarquizado que rige y supedita al conjunto. Por ende, aquí predominan rasgos de continuidad, más que de “aggiornamento”.
No obstante, se alientan ciertos cambios. Así, el Banco subraya que también es relevante el patrón de crecimiento, recomendación que es retomada ante las abrumadoras evidencias -ahora admitidas- de que el crecimiento per se no redunda necesariamente en una mejora social. De ahí que se aconseje una matriz de base amplia, intensiva en trabajo, que expanda las posibilidades de empleo.
Al respecto, los resultados en la región son francamente decepcionantes. En efecto, desde principios de los ‘90s el crecimiento del producto (cuando se logra) habitualmente se asocia con niveles de desocupación persistentes o en ascenso. La CEPAL (1995) anota que ello se constata incluso en Chile, “el caso más claro de crecimiento económico sostenido”. Así, en 1994 la tasa de crecimiento en dicho país -que alcanzó el 4.5%- fue acompañada por un incremento del desempleo urbano que superó los dos puntos porcentuales (del 4.1% al 6.3%). Peor aún, la CEPAL agrega que en el subcontinente ni siquiera la baja del desempleo abierto (cuando se consigue) beneficia a los más pobres. En suma, el dispositivo nuclear de la revisión estratégica no muestra eficacia. Entonces, el neoliberalismo no sólo ratifica sus principales opciones de política, sino que también reafirma el carácter estructural de sus tendencias excluyentes.
Por otro lado, el Banco sostiene que el crecimiento económico de base amplia sería prioritario, sí, pero también insuficiente. En consecuencia, la disminución de la pobreza a largo plazo demandaría medidas adicionales que, precisamente, conforman la segunda “vía” de la estrategia, en la que se observa un “aggiornamento” más marcado. Centralmente, se trata de una reestructuración del gasto social. Por una parte, se propone ampliar el gasto público en cierto tipo de servicios, lo más básicos, que beneficiarían directamente a los pobres. Es el caso de la educación inicial, los cuidados primarios de salud, la alimentación y nutrición, la planificación familiar y, también, cierta infraestructura física (p.e., agua potable).
El problema es cómo financiar esa inversión. Para ello se proponen diversos mecanismos. Sobre todo, una reubicación de fondos desde los segmentos superiores a los inferiores. Es decir, los incrementos fiscales en los tramos básicos demandarían una reducción (o eliminación) de desembolsos en los más avanzados (p.e., educación superior, medicina especializada). Se trata, pues, de una reasignación de recursos entre niveles de un mismo sector. Es por ello que el Banco Mundial otorga una notable prioridad al impulso de reformas profundas en sectores completos; en particular, de los sistemas públicos de salud y educación -procesos que hoy se encuentran en marcha en buena parte del subcontinente.
A la vez, esa recolocación intrasectorial busca expresamente un desplazamiento de fondos públicos desde los sectores medios hacia los más pobres, lo que tiende a agudizar los intensos procesos de pauperización de esas franjas ocasionados por los “ajustes” . Y aquí la revisión estratégica muestra una severa contradicción con sus propios objetivos políticos. Ello es advertido por algunos funcionarios del Banco. Por ejemplo, Sebastián Edwards (1995) -por entonces economista en jefe para América Latina y el Caribe (del BM)- argumenta que el deterioro pronunciado y sostenido de las fracciones medias acarrea riesgos, ya que difícilmente continúen apoyando las “reformas” -“por lo que éstas quedarán bajo presión política”.
En definitiva, si la primera “vía” se malogra en el terreno de la práctica (crecimiento orientado al mercado, sí, pero intensivo en empleo), la segunda puede convertirse en un boomerang en materia de legitimidad. En consecuencia, el conjunto del dispositivo ideado para respaldar la viabilidad política del programa neoliberal exhibe fuertes límites.
Sin embargo, existe un ámbito con una mayor eficacia potencial: los programas compensatorios que el Banco Mundial impulsa y financia para paliar los efectos negativos del “ajuste” sobre los pobres. Se trata de actividades temporarias, de corto plazo, como la capacitación o re-adiestramiento de mano de obra y esquemas de crédito (p.e., para el sector “informal”). A ello se agregan acciones de emergencia típicas como la oferta de empleos transitorios por medio de obras públicas (para atemperar la desocupación) y de apoyos nutricionales. En los últimos años, estos programas han proliferado en América Latina con fuerte sostén del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo. En particular, se han expandido los denominados Fondos Sociales -proceso que también se constata en el África Sub-Sahara.
Dichos programas tienen objetivos expresamente políticos. En efecto, según el Banco se trata de fortalecer el respaldo público a los “ajustes estructurales”. Por consiguiente, constituyen una fórmula en el campo de la hegemonía. En rigor, dentro de la revisión estratégica conforman el único dispositivo explícitamente orientado a fortificar en el corto plazo la “sustentabilidad” política del programa neoliberal.
Por el momento, no existen investigaciones sistemáticas y de alcance latinoamericano que permitan evaluar los impactos efectivamente logrados. Sin embargo, ciertos estudios nacionales sugieren que algunos programas han sido eficaces en la edificación y robustecimiento de clientelas políticas (pro-gubernamentales), sobre todo entre los más pobres. Es el caso del Programa Nacional de Solidaridad (México). Aún así, los dispositivos compensatorios también poseen límites en materia política. En efecto, suelen ser muy focalizados . Además, por diseño no apuntan a la desigualdad -tan crucial en América Latina- y, por ende, no pueden afrontar y eventualmente aminorar los conflictos distributivos en ascenso. Sebastián Edwards (del BM) advierte el problema y arguye que si los “ajustes” mantienen o incrementan las tasas actuales de inequidad, habrá “polarización política” y aumentarán las posibilidades de revocación del proceso económico. Aún más, el conjunto de la revisión estratégica padece restricciones políticas derivadas de su excesivo énfasis en la pobreza (en desmedro de la desigualdad). Al respecto, S. Edwards anota que “un problema potencial de la estrategia es que aunque la pobreza (…) se reduzca, la distribución del ingreso puede empeorar (…) El malestar social en Argentina (Santiago del Estero, Jujuy), México (Chiapas) y Venezuela (Caracas) sugiere que la tolerancia ante una inequidad en aumento está llegando a un límite”.
En suma, el campo de la hegemonía es una de las mayores fortalezas del programa neoliberal-conservador y, a la vez, uno de sus eslabones más débiles. En América Latina, esa fragilidad persiste (y subsistirá) a pesar del “aggiornamento” estratégico que, precisamente, procuró (e intenta) subsanar los riesgos emergentes en materia de consentimiento social. Entonces, en la región se afianzan condiciones favorables al surgimiento de consensos y “fuerzas de contrapeso” alternativos, que pueden (y deben) ser tomadas en cuenta por los movimientos sociales y populares latinoamericanos.
LOS MOVIMIENTOS SOCIALES Y POPULARES EN AMÉRICA LATINA. ALGUNOS RETOS ADICIONALES
Desde mediados de los ‘70s, en América Latina tuvo lugar una progresiva expansión de movimientos sociales populares, así como de organismos locales e intermedios (ONGs), abocados a tareas específicas muy diversificadas (p.e., de derechos humanos, eclesiales, sindicales, étnicas, ecológicas, vecinales, de género, hábitat, educación popular, salud comunitaria y comunicación alternativa). En algunos países, el proceso incluso se acentuó durante el período de dictaduras militares inspiradas en la Doctrina de Seguridad Nacional. Y en la mayoría cobró impulso con la posterior apertura de regímenes democráticos. Se trató de un proceso notable por su persistencia, intensidad y alcance regional, aunque también hubo (y hay) variaciones considerables derivadas de particularidades coyunturales, nacionales o subregionales.
El aporte de esa corriente organizativa ha sido (y es) invalorable en materia de reconstrucción del tejido social. En efecto, en América Latina el programa neoliberal provocó la estructuración gradual de sociedades singularmente fragmentadas. Así, fenómenos como el desempleo y la subocupación, la aguda proliferación del trabajo “informal” y el empobrecimiento masivo, entre otros, han dificultado (y obstaculizan) la conformación de actores colectivos. Más aún, condicionaron en vastos contingentes de la población un retiro de lo público; o sea, la generalización de comportamientos centrados en la sobrevivencia privada y familiar -patrón de conducta que en algunos países se vio reforzado por la irrupción de procesos hiperinflacionarios . Por eso, la restauración de lo colectivo tuvo (y tiene) lugar, en buena medida, en torno a solidaridades particulares. Es decir, alrededor de demandas o tareas sociales y, a la vez, específicas. Entonces, la diversificación, pluralidad y raíz social de aquellas organizaciones y movimientos responden y se adaptan a condicionamientos históricos precisos -lo que puede explicar (al menos parcialmente) su vitalidad y expansión.
Por otro lado, un sector de esas organizaciones y movimientos fue configurando progresivamente un pensamiento social renovado y original, aunque todavía posee rasgos algo difusos, así como respaldos débiles en materia de sistematización y teoría. En otros términos, se trata de un pensamiento identificable, sobre todo, en las prácticas y que aún se encuentra en proceso de formación.
Al respecto, cabe apuntar que, por lo regular, dicho sector continúa sosteniendo una visión crítica ante la injusticia y la opresión en una perspectiva macrosocial . Es decir, frente a los sistemas y modelos sociales dominantes que, además, son interpretados como causa central de la creciente desigualdad y empobrecimiento. Por ende, vehiculiza una mirada estructural, una vocación “antisistémica” .
De ahí que ese sector usualmente siga planteando la cuestión del poder y que, por eso, presente una impronta fuertemente política (habitualmente, no partidaria). Por lo general, no se trata de una orientación hacia la toma del poder (de la dirección del Estado), sino de un anhelo por revertir las asimetrías en el conjunto de la estructura social -postura que conlleva una diferencia substancial con la izquierda clásica y los movimientos revolucionarios armados que signaron la política latinoamericana en las décadas previas. Por ello, diversos analistas apuntan que esos actores se distinguen por “una nueva manera de hacer política”. Entonces, la problemática de las asimetrías también se plantea en los ámbitos “meso” y “microsocial” (p.e., en las relaciones educativas, institucionales, comunitarias, locales, familiares).
Así pues, se ha configurado una visión antiautoritaria que busca coartar la reproducción de las relaciones de poder dominantes y que, además, intenta transformarlas. Por eso despunta el ideal de una sociedad civil robustecida y autónoma del Estado y de los partidos políticos De ahí también el hincapié en modelos participativos de corte autogestivo -todo lo cual conlleva una recusación (práctica o expresa) de la idea de “vanguardia” y, por eso, una distinción adicional y sustantiva con aquellas tradiciones revolucionarias precedentes.
Empero, también se advierten algunas debilidades y contradicciones de peso. Entre ellas, resalta la presencia de una matriz de “acción auto-restringida” . Por un lado, ello implica que el grueso de las actividades tiene un impacto “micro” y local -lo cual es típico del perfil propio de la gran mayoría de las ONGs latinoamericanas . En otros términos, su alcance es muy limitado.
No obstante, la “auto-restricción” alude, sobre todo, a otro proceso. En efecto, a pesar de aquella preocupación macrosocial el desarrollo de “microalternativas” usualmente no se inscribió (ni inserta) en una búsqueda más amplia, orientada a la generación de una nueva sociedad. O sea, en los hechos hubo (y se da) un debilitamiento o dilución de horizontes de totalidad. Como anota Fernando Calderón (1995), no se plantean metas y actividades “totalizantes”, lo cual instala una tensión objetiva entre los roles efectivamente desempeñados y aquel pensamiento social (o identidad ideológica). En definitiva, se desdibuja lo político “macro”.
Así pues, tiende a producirse una escisión entre lo local y lo global, entre lo social y lo político, precisamente en un período histórico cuya característica distintiva es que el capitalismo central despliega un “macro-relato”, un proyecto totalizador y político inédito en su alcance. Por ello, Fernando Calderón mantiene que, en rigor, no se habrían llegado a configurar auténticos movimientos sociales, sino sólo “expresiones embrionarias de los mismos”. Gerardo Munk (1995) agrega que incluso esos movimientos, organizados en torno a experimentos sociales de pequeña escala, en ocasiones llegan a desarrollar una tendencia “antipolítica” que contrapone su propio acento en acciones de base a proyectos de corte global.
Ello demanda -en palabras de G. Munk- una transición desde una estrategia defensiva hacia una ofensiva. Una transición que transforme al movimiento social auto-restringido en un movimiento social políticamente orientado. Una transición que -como apuntó Claus Offe- convierta a la movilización social en poder político -en “fuerza de contrapeso” con voluntad de influir en las estructuras de poder. En este sentido, la “sociedad civil” es (debe ser) también “sociedad política” (autónoma del Estado y de los partidos).
El propio PNUD apunta la necesidad de que las Organizaciones No Gubernamentales amplíen su alcance por medio de una reconversión hacia (o consolidación de) actividades políticamente orientadas -señalamiento que extiende al Sur en su conjunto.
En efecto, en su Informe sobre Desarrollo Humano 1993 anota que buena parte de las ONGs se han concentrado en prácticas locales tendientes a defender y conferir poder a los más desfavorecidos. Empero, advierte que en materia de pobreza y desigualdad su alcance directo es ineludiblemente limitado. En esta línea, constata que a principios de los ‘80s las ONGs del Sur influían en alrededor de 100 millones de personas (60 millones en Asia, 25 en América Latina y 12 en África). Añade que si bien a inicios de los ‘90s la cifra se habría elevado a aproximadamente 250 millones, la población alcanzada sólo representaría una quinta parte de los 1.300 millones de habitantes que se encuentran en situación de pobreza absoluta.
Por eso, el PNUD concluye que se requiere un cambio de rol. Al respecto, apunta que hasta el momento casi todas las ONGs se han concentrado en actividades de base, por lo que usualmente han tenido una “mínima influencia” en los debates y políticas nacionales. Aquel cambio consistiría, precisamente, en ampliar esa incidencia -también en la escena y agenda internacional-, al punto de que la contribución (de las ONGs) en la base “podría muy bien entenderse sólo como una parte relativamente pequeña de su lucha más general por ampliar las oportunidades de desarrollo participativo…”. Señala que, por ende, el efecto indirecto podría ser mucho más amplio que el aporte directo (local, de base).
Por otra parte, el tránsito desde la auto-restricción hacia movimientos sociales políticamente orientados requiere afrontar otra debilidad, crecientemente anotada en la literatura: la presencia de una atomización intensa, de un agudo fraccionamiento de la acción colectiva . Así, se ha configurado un proceso paradojal: mientras se combate y supera la fragmentación social (a nivel local o sectorial), también se la reproduce y consolida. Al respecto, Fernando Calderón (1995) afirma que en América Latina esos movimientos “se asemejan a una galaxia en formación, incandescente y embrionaria, cuyas partículas en agitación aún permanecen distantes entre sí, incapaces de fusionarse y tomar una órbita común”. Entonces, mientras el capitalismo avanzado en su fase neoliberal conlleva una lógica de concentración de poder, buena parte de los movimientos sociales populares se encuentran entrampados en una lógica contraria (funcional a la primera) signada por la segmentación y la consiguiente difusión de poder.
En consecuencia, en el subcontinente otro desafío prioritario es el impulso de articulaciones organizativas nacionales, sí, pero también regionales, de alcance latinoamericano -a lo que se suma el reto antedicho de participar en la edificación o robustecimiento de actores no gubernamentales de alcance mundial, organizados alrededor de agendas globales.
Al respecto, cabe recordar que se trata de promover ciertas articulaciones: aquellas que favorezcan la conformación de movimientos sociales políticamente orientados. Por ende, es importante el tipo de articulación, su calidad organizativa. Por ello, el formato de red puede ser necesario, sí, pero también insuficiente, si se limita al intercambio de información, a la realización de acciones conjuntas esporádicas y/o a servicios recíprocos puntuales. El desafío, entonces, es construir o afianzar sujetos colectivos de mayor alcance, envergadura y poder, que progresivamente aumenten su capacidad de formular e incidir en las políticas y debates públicos, de favorecer la agregación y ampliación de demandas en los sectores populares y, en definitiva, de disputar hegemonía y participar en la edificación de una “fuerza de contrapeso” -un poder de las mayorías.
Sin duda, se trata de retos políticos y organizativos notablemente difíciles. Sobre todo, si se considera que América Latina es escenario de una crisis peculiarmente aguda de la solidaridad externa tradicional. En efecto, desde hace unos años se constata una merma notable del financiamiento exterior provisto por agencias de cooperación comprometidas con la justicia social y la búsqueda de paradigmas de desarrollo alternativos.
A pesar de ello, América Latina también ha sido (y es) escenario del surgimiento de movimientos sociales políticamente orientados, sujetos colectivos con mayor poder, estructurados en torno a reivindicaciones sociales y que, a la vez, disputan hegemonía al programa neoliberal . Es decir, existen (como ya se indicó) experiencias acumuladas, caminos recorridos.
Entre otros, puede mencionarse el caso del Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra (MST), de Brasil. Se trata de un movimiento de masas que, además, posee alcance nacional (se encuentra presente en 28 Estados de la Federación, incluyendo el Distrito Federal) -conformado durante enero de 1984 en el denominado Primer Encuentro Nacional, realizado en Río de Janeiro. Por otra parte, constituye una verdadera organización social. En efecto, tiene una estructura interna democrática (direcciones colegiadas, matrices altamente participativas), sí, pero también fuertemente organizada a través de variadas normas de funcionamiento e instancias deliberativas y ejecutivas en diversos niveles (en la base, estatales y nacionales). Adicionalmente, posee un programa que incluye demandas nacionales de corte macrosocial; en particular, vinculadas con el impulso de una reforma agraria. Por otro lado, es un sujeto colectivo que apela a la conflictividad (ocupaciones de tierra, movilizaciones masivas), pero que combina esas “luchas ofensivas” con una matriz de presión y negociación con el Estado. En otros términos, el MST estima que el apoyo gubernamental es importante para sus asentamientos campesinos en la esfera productiva, en el campo educativo y en materia de infraestructura económico-social (p.e., energía eléctrica, agua potable, instalaciones sanitarias, escuelas, puestos de salud). Así pues, muestra una singular flexibilidad política, una combinatoria amplia y dúctil de instrumentos de lucha, presión y concertación. Por último, cabe señalar que posee articulaciones y apoyos (un sistema de “alianzas”) con otros sectores y entidades del país (p.e., eclesiales, sindicales), así como lazos con organismos latinoamericanos (p.e., participa en la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo, CLOC, que agrupa a 84 asociaciones de 18 países del subcontinente).
Últimamente han surgido en la región otros nucleamientos de alcance nacional expresamente enfrentados con el programa neoliberal y, a la vez, sólidamente asentados en demandas de amplios contingentes populares. En México, por ejemplo, es el caso de “El Barzón”, una articulación de deudores (en pequeña escala) urbanos y rurales que ha logrado una participación masiva en buena parte del territorio del país.
En el subcontinente también existen movimientos urbanos que si bien poseen alcance local, simultáneamente conforman sujetos colectivos estructurados alrededor de reivindicaciones comunitarias precisas, políticamente orientados y con fuerte inserción de base. Un ejemplo es la “Unión de Organizaciones de Base por los Derechos Sociales” (provincia de Córdoba, Argentina), una de las experiencias más importantes del país en materia de articulación de organismos comunitarios entre sí y con el Estado (provincial y municipal), que proporciona financiamiento para el desarrollo de diversos proyectos de infraestructura urbana. Entre otros aspectos, la “Unión” se distingue por llevar adelante procesos sistemáticos de reflexión acerca de su papel político como sujeto social (más allá de las demandas particulares); y por combinar los dispositivos de concertación con mecanismos públicos de lucha y presión (p.e., movilizaciones masivas de pobladores) -con lo que despunta una matriz de flexibilidad política similar a la observada en el Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra.
Otro caso de notable flexibilidad política es el del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, de México. No es factible encarar aquí un análisis de la cuestión . En cambio, cabe consignar que el zapatismo exhibe una profunda originalidad ideológica, en muchos aspectos convergente con aquel pensamiento social emergente en amplios sectores de la sociedad civil latinoamericana. Así, el EZLN descarta explícitamente la idea de vanguardia revolucionaria: no se propone la “toma del poder”, sino la concurrencia en un “movimiento nacional revolucionario” diversificado, pluralista y democrático. En ese contexto, dio cada vez más importancia al robustecimiento de (y a la confluencia con) la “sociedad civil”, organizada en torno a luchas y tareas específicas. También es muy fuerte su reivindicación de género (sobre todo, de los derechos de la mujer campesina); de la cuestión nacional (con una intensa apelación a la idea de “patria”) y de los valores democráticos (incluso, con componentes de la tradición liberal).
En suma, América Latina es hoy un vasto laboratorio de luchas que parecen expresar una conflictividad en aumento. Luchas protagonizadas, en buena medida, por movimientos y actores sociales. Luchas que en diversos casos sugieren el desarrollo de procesos de participación ampliada -con base de masas, objetivos políticos y alcance creciente.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (1993) ha dicho que “la participación popular” se está transformando en “la cuestión central de nuestro tiempo”. Efectivamente, es crucial. Sólo ella puede construir un “poder de contrapeso” y, por ende, una alternativa que, como se apuntó, hoy es ineludible. Por eso, la “participación popular” es una cuestión de sobrevivencia. El PNUD (1993) parece coincidir con ello cuando anota que “una mayor participación del pueblo ya no es una vaga ideología basada en las teorías de unos cuantos idealistas que toman sus deseos por realidades. Se ha convertido en un imperativo; una condición para la supervivencia”.
BIBLIOGRAFÍA
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