EL BANCO MUNDIAL Y LA CUESTION DE LA POBREZA EN EL SUR

Dra. Ana María Ezcurra

© 1996 Dra. Ana Marí Ezcurra
SUMARIO

1. Globalización, democracia y organismos financieros multilaterales
2. La pobreza como problema de seguridad global
2.1 Un asunto prioritario
2.2. Pobreza e inestabilidad mundial
3. La pobreza extrema: población objeto del Banco Mundial
3.1 Notas sobre los métodos de medición
3.2 Algunas estimaciones acerca de la pobreza en el Sur y en América Latina
4. La lectura causal. El porqué de la expansión de la pobreza
4.1 Los ajustes estructurales y su impacto adverso en los pobres
4.2 Una visión alternativa. El caso de la pobreza en Argentina
4.2.1 La pobreza: una tendencia estructural. Perfil, incidencia y evolución en el período 1974-1988
4.2.2 Algunos efectos de la hiperinflación
5. Una política remozada. El Banco Mundial y la estrategia de “dos vías”
5.1 Crecimiento económico y reducción de la pobreza
5.2 Los servicios sociales básicos. Las prioridades del gasto público y la falacia de la “equidad”
5.3 Notas sobre el sector educativo
6. Los programas compensatorios y sus límites
7. Comentarios finales. La renovación del discurso neoliberal
Bibliografía

PRESENTACION

En los últimos años, el Banco Mundial (BM) ha dado una prioridad notable al sector educativo como tal. Adicionalmente, ha formulado un conjunto de políticas que apuntan a una reforma integral, del conjunto del sector y, por ende, de sus diversos niveles y modalidades. Así, ha establecido ciertas prioridades internas (dentro del sector), entre las que destaca un marcado énfasis en la educación básica.

Aquella prioridad (de la educación), así como algunos de los componentes más importantes de dichas políticas sectoriales, derivan de una prioridad y una estrategia más generales que el Banco ha trazado ante la cuestión de la pobreza. En otros términos, ciertas propuestas educativas medulares (del BM) no pueden ser cabalmente comprendidas si no se consideran y conocen sus principales posturas ante la expansión e intensificación de la pobreza en el Sur.

El propósito de este artículo es, precisamente, mostrar esa articulación (educación-pobreza), en el contexto de un estudio más pormenorizado sobre los principales diagnósticos y políticas postulados por el Banco en materia de pobreza. A la vez, se ha considerado conveniente incluir un análisis que siente algunas hipótesis explicativas acerca del creciente poder del BM en la definición y condicionamiento de “políticas sociales” (entre ellas, la educativa) en el Sur -reflexión con la que se inicia el artículo.

GLOBALIZACION, DEMOCRACIA Y ORGANISMOS FINANCIEROS MULTILATERALES

La globalización es un fenómeno complejo que no se limita al terreno económico, si bien éste es el más resaltado y estudiado por la literatura en la materia. En efecto, la globalización también exhibe dimensiones culturales, ideológicas, políticas y de seguridad -campos en los que se constatan procesos y cambios sumamente relevantes, con fuertes impactos en la escena mundial.

En este ítem se lleva a cabo un diagnóstico, breve y preliminar, sobre algunas tendencias de la globalización en el ámbito político, a nivel de ciertos actores (el papel de los Estados), estrategias externas (multilateralismo), normas que rigen las relaciones mundiales (el principio de no injerencia) y vínculos Norte-Sur.

Los procesos de globalización poseen un efecto político singularmente relevante: están provocando un claro detrimento del poder y la autoridad de los Estados-Nación. Es decir, corroen la habilidad de los Estados para actuar autónomamente, lograr sus objetivos y controlar los acontecimientos. En parte, ello ocurre porque emergen desafíos que no pueden ser resueltos unilateralmente: se necesita la cooperación de otros Estados. Este proceso es patente en el caso de los denominados actores y riesgos trasnacionales, tan resaltados en los últimos años por el “establishment” castrense y político de EEUU y, en general, por las potencias del capitalismo avanzado. Por ejemplo, el terrorismo internacional, la proliferación de armas de destrucción masiva, la producción y tráfico de estupefacientes, el deterioro ambiental, las migraciones masivas (especialmente, hacia el Norte desarrollado) y la propagación de la pobreza.

Por su lado, esa tendencia al deterioro del poderío estatal tiene impactos en las estrategias de política exterior, peculiarmente visibles en el capitalismo central. Así, aquellos límites a la actividad unilateral (y a su eficacia) están generando una marcada primacía del multilateralismo en las posturas externas de las “democracias industriales”. Tal preponderancia es muy notable en EEUU: comenzó a gestarse en la segunda administración Reagan y quedó consolidada durante la gestión Bush, lo que implicó un vuelco de la visión neoconservadora original -definidamente propensa al unilateralismo.

Ese predominio de las aproximaciones multilaterales condiciona otra tendencia emergente y de peso: el creciente poder de las organizaciones internacionales que el Norte avanzado controla; en particular, el Consejo de Seguridad de Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la denominada banca de desarrollo: sobre todo, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM).

Entonces, ese poder incrementado de ciertas agencias multilaterales tiene bases objetivas, asociadas con los mencionados efectos políticos de la globalización.

No obstante, se trata de un fenómeno sobredeterminado, ocasionado por factores diversos aunque convergentes. Así, en el caso de EEUU a la globalización se añaden ingredientes como las restricciones fiscales, que impulsan una estrategia que apunta al logro de “cargas” o “presupuestos compartidos” (con otros Estados). También se agrega la búsqueda de legitimidad, más accesible si las intervenciones militares o los condicionamientos de políticas se llevan a cabo desde organismos multilaterales (y no a partir de decisiones clara y formalmente unilaterales).

Asimismo, ese poderío en ascenso conlleva consecuencias de fuste. En efecto, aquellas organizaciones internacionales están adoptando un papel “extraordinariamente activo” (Coraggio, José Luis, 1994b) en la formulación y el condicionamiento de las políticas gubernamentales de los países “en desarrollo” (según la terminología de las agencias financieras multilaterales), proceso que ahonda el deterioro del poder político de esos Estados.

Por otro lado, el discurso predominante sobre la globalización suele tener una función encubridora. Así, el imaginario de un único mundo interdependiente tiende a ocultar la presencia de una intensa asimetría en las relaciones internacionales, con una notable concentración de poder en el capitalismo avanzado (y en sus Estados, a pesar del debilitamiento ocasionado por la globalización). Es decir, se trata de una globalización asimétrica que, como tal, configura un balance de poder francamente desfavorable a los países del Sur.

Esa disparidad ha sido reforzada por dos procesos:

  1. el colapso de la Unión Soviética, que ha producido la pérdida de contrapesos mundiales y ha acentuado una persistente crisis de paradigmas o modelos de sociedad alternativos;
  2. la revolución tecnológica, que ha transformado fuertemente el eje de la acumulación de capital, centrado ahora en la intensidad del conocimiento.

Dicha concentración de poder (en el capitalismo central y en los organismos internacionales que controla) se ensambla con otro efecto político crucial de la globalización: el deterioro del principio de no intervención.

En efecto, la globalización está erosionando una norma clave que rigió las relaciones internacionales contemporáneas: la distinción entre asuntos externos e internos de los Estados. Según este precepto, las cuestiones domésticas son de exclusiva jurisdicción de los países correspondientes. En otros términos, las acciones de los gobiernos dentro de sus fronteras quedarían fuera del límite de la actividad de otros Estados. Por eso, aquella norma trajo consigo el principio de no intervención o no interferencia en los asuntos internos -regla que expresa una lógica de soberanía (de los Estados nacionales).

Empero, la globalización empalma con un cambio sustancial en la óptica del capitalismo central y, en particular, de EEUU en la materia. Así, ahora se pondera que la forma en que un Estado maneja sus cuestiones domésticas puede influir directamente en la seguridad internacional y afectar los intereses de las potencias avanzadas. Por ende, el principio de no intervención queda en entredicho. Y tal perspectiva se está implantando progresiva y vigorosamente en diversos organismos internacionales y regionales, por lo regular con el argumento de proteger la democracia y los derechos humanos. Así pues, éstos pasan a ser considerados asuntos de legítima jurisdicción internacional. En consecuencia, ciertas intromisiones externas (que proliferaron de hecho en este siglo) ya no podrían ser ponderadas como la violación a una norma, sino como actividades lícitas. En definitiva, el cambio se da, básicamente, en el terreno de la justificación, en el ámbito normativo.

Ultimamente, dicho menoscabo del principio de no intervención plasmó, ahora en el campo bélico, en una nueva doctrina: la de “injerencia humanitaria”. Según ésta, la “comunidad internacional” tiene la obligación moral de intervenir en conflictos domésticos, incluso con la fuerza militar, si un Estado (o grupos dentro de él) violan los derechos humanos de sus pueblos. En tal visión, el concepto de soberanía y el principio de no interferencia serían restricciones políticas prescindibles. Esa doctrina tuvo su primera aplicación práctica en la operación “Restore Hope” (“Restaurar la Esperanza”), que la administración Bush lanzó en Somalia (diciembre de 1992); y una cabal manifestación en la injerencia en Haití (1994, que repuso en el gobierno al presidente J.B. Aristide), que se distinguió por articular férreamente ambas líneas de legitimación (democracia y derechos humanos).

Entonces, una nota distintiva de la evolución más reciente de la escena internacional es el realce de la noción de democracia (y de derechos humanos) como argumento de justificación de un renovado internacionalismo intervencionista que busca legitimarse como tal.

No obstante, dicha doctrina ha sido (y es) materia de una enérgica polémica, particularmente notable en EEUU. En 1994, la expresión más destacada de esa controversia estuvo dada por la vigorosa oposición de buena parte del partido Republicano a la intervención norteamericana en Haití, firmemente impelida por la administración Demócrata del presidente Clinton.

Empero, el debate sobre la “injerencia humanitaria” se inscribe en una discusión más amplia, acerca de la naturaleza y alcance de las llamadas “operaciones de mantenimiento de la paz” y de la “seguridad colectiva” (Ezcurra, Ana María, 1994a). En definitiva, se polemiza sobre el papel de la Organización de las Naciones Unidas en materia militar en la post-guerra fría. Al respecto, va ganando terreno la idea de que es imprescindible preservar cierta autoridad y autonomía de los Estados-Nación del capitalismo central (ya lesionadas por la globalización) en una estructura de seguridad colectiva que se impele, sí, pero con algunos límites -ponderados como necesarios para determinar en cada caso si se encuentran en juego intereses nacionales que, como tales, constituirían un requisito ineludible para comprometer tropas propias.

Entonces, las élites dirigentes de EEUU y del capitalismo avanzado aún están definiendo las relaciones entre la seguridad colectiva y los Estados-Nación, entre los intereses internacionales y nacionales.

Por eso, resultan apresurados (y relativamente infundados) los diagnósticos que avizoran una marcha inexorable hacia alguna forma de “gobierno global”. En efecto, si bien es cierto que algunos organismos internacionales registran un singular incremento de poder e incidencia, también es verdad que en las “democracias industriales” se va imponiendo la tesis de resguardar márgenes significativos de autonomía para sus Estados -en pro de la protección de los correspondientes intereses nacionales, sobre todo en el terreno bélico.

Como se indicó, la polémica ha sido (y es) ardua en materia militar. En cambio, no se vislumbran controversias de peso respecto de otra tendencia asociada con la globalización (y la declinación del principio de no injerencia): los intentos del Norte avanzado por influir en los modelos de sociedad internos vigentes en el Sur y en el ex ploque comunista.

En EEUU, ese esfuerzo plasma en una “idea fuerza” adicional (que se añade al enfoque multilateral) de la política exterior norteamericana en la post-guerra fría: la de liderar la expansión de la democracia en el planeta. Esta es otra prioridad externa trazada inicialmente por la administración Reagan y afianzada durante la gestión Bush (con la denominación de “democratización global”), que luego fuera recuperada por el gobierno Demócrata de W. Clinton (con la etiqueta de “alianza global para la democracia”). Así pues, se trata de otro eje de política exterior poco vulnerado por los disensos y desequilibrios emanados de la irrupción de la post-guerra fría. Por eso, configura una estrategia bipartidaria consolidada y de largo plazo.

En dicho marco, la idea de democracia va más allá del mencionado carácter de argumento de legitimación de la injerencia. En efecto, alude a un modelo de sociedad integral que se pretende propagar a escala internacional, en un empeño de homogeneización planetaria. Es decir, se procuran condicionar las formas en que las sociedades se organizan, por lo que los objetivos trascienden el mero cobro de las deudas externas. Entonces, el deterioro del principio de no intervención se agudiza y afianza un escenario de soberanía limitada (para el “mundo en desarrollo”) y asimetría acentuada en los vínculos internacionales.

En ese registro, la noción de democracia no se limita al ámbito político; también abarca el estímulo de reformas económicas de libre mercado en un marco capitalista, tan realzadas en los últimos años por el Norte avanzado como proyecto de alcance mundial. Por eso se configura un programa de índole integral.

En definitiva, se busca influir básica (aunque no exclusivamente) en el régimen político (con un patrón democrático de raigambre liberal) y en las estrategias económicas. Se trata del modelo de “democracia de libre mercado”, que constituye el núcleo del legado neoconservador en la escena internacional.

En efecto, es posible sostener la hipótesis de que la “revolución conservadora” estadounidense, que alcanzó expresión estatal con la primera administración Reagan e incluyó tendencias internas (como el neoconservadorismo y la “nueva derecha”), ha declinado como tal. Empero, algunas ideas claves de la agenda neoconservadora siguen modelando el mundo. Es el caso de ese modelo de “capitalismo democrático” y el llamado a su propagación universal (tema clave del neoconservadorismo original).

Es en dicho afán de homogeneización planetaria donde los organismos financieros internacionales tienen un papel preponderante y una incidencia en ascenso, ensamblada con su creciente capacidad de formular y condicionar políticas gubernamentales en el Sur y en el ex bloque comunista. A la vez, la actividad reciente de esas organizaciones revela que en los últimos años no sólo se pretende influir en los ámbitos señalados (régimen político, estrategias económicas). Así, también se procuran condicionar políticas sectoriales como las de educación y salud (lo que refuerza la índole integral del esfuerzo). Por eso, el dato más novedoso en los últimos tiempos es este empeño por imponer “…lineamientos estandarizados para reformar las políticas sociales” de los países “en desarrollo” (Coraggio, José Luis, 1994b).

La banca multilateral expresa los intereses y estrategias del capitalismo avanzado. En efecto, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (al igual que el Banco Interamericano de Desarrollo) son organizaciones en las que el poder de decisión de cada país es proporcional al capital comprometido. Por ejemplo, en el Banco Mundial el Grupo de los Siete (EEUU, Canadá, el Reino Unido, Francia, Japón, Italia y Alemania) acumulan casi el 50% de los votos (EEUU, 17.3%; Calcagno, Alfredo, 1993). Por consiguiente, el rol del capitalismo central es crucial en la definición de políticas y en la toma de decisiones de la banca de desarrollo.

A la vez, la crisis de la deuda externa robusteció marcadamente el poder de esas agencias financieras multilaterales; es decir, su capacidad de influir (en) y controlar las opciones económicas de los países deudores.

El economista argentino Alfredo Calcagno (1993) apunta que “… se instituyó un mecanismo de negociación tendiente a evitar que la crisis de pago de los países endeudados se propagara al sistema internacional”. En efecto, esa crisis -que eclosionó en México en 1982- dio lugar a una potente asociación del capitalismo central; un “club de acreedores” que logró articular con éxito a la banca privada y a los gobiernos de los países desarrollados, con la participación activa del FMI y del BM que se convirtieron en co-gestores de los “ajustes estructurales”: el modelo económico con el que se encaró la situación y que se impuso de manera generalizada. En esta línea, Alfredo Calcagno agrega (mimeo, s/f) que “el factor desencadenante de la crisis de los años ochenta fue la deuda externa”, y que el instrumento utilizado “…para orientar y administrar las economías” estuvo dado por “los programas de ajuste”.

En parte, esa implantación generalizada (de los ajustes) se dio porque los préstamos de la banca multilateral se usaron (y utilizan) como una herramienta para condicionar las políticas domésticas de países notoriamente debilitados (por aquella crisis).

Esa aptitud de forzar decisiones determinó que los acuerdos con la banca multilateral se transformaran en un requisito, ineludible y previo, para que los países endeudados pudieran acceder a otras fuentes de capital. Ello produjo un incremento aún mayor del poder de esos organismos que, por lo tanto, excede a su potencialidad financiera directa. Al respecto, el economista argentino J. L. Coraggio (1994b) apunta que “el poder de los organismos multilaterales sobre los gobiernos de los países en desarrollo está dado marginalmente por su aporte financiero (…). Lo decisivo es su capacidad para incidir en las relaciones económicas internacionales (por ejemplo, vinculando el acceso al mercado de capitales con la firma de acuerdos previos con el FMI o el BM, que imponen la política económica y los parámetros de la relación Estado/sociedad: equilibrio fiscal, desregulación, privatización, descentralización)”. Posteriormente, dicho poder se afianzó aún más en virtud de la acelerada impronta multilateral que la globalización provoca en las estrategias externas de los países centrales.

Ese poderío ampliado (de la banca de desarrollo) no sólo se asocia con la globalización a través del multilateralismo. También entronca con su carácter asimétrico (ya mencionado) y además, con su naturaleza inequitativa. En efecto, se constata una agudización y aceleración notable de la brecha Norte-Sur, que fuera debidamente documentada por la propia ONU a través del “Informe sobre el desarrollo humano” 1990 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

Esa globalización inequitativa ha dado lugar a una expansión e intensificación considerables de la pobreza en el Sur, proceso que se precipitó desde los ’80s hasta la actualidad. En el caso latinoamericano, Alfredo Calcagno puntualiza (s/f) que “…se avanza hacia sociedades duales, profundizándolas en las regiones en que ya existían e implantándolas en donde había una cierta homogeneidad social”.

Así pues, dicha propagación (de la pobreza) coincide con la difusión planetaria de esas políticas de libre mercado (impelidas por la banca de desarrollo) que, como tales, son instituyentes de la globalización. Por ende, ésta no sólo es una tendencia estructural, sino también el objetivo y resultado de estrategias que apuntan a la apertura de los mercados mundiales. El capitalismo avanzado es el actor central en el impulso de tales políticas (responsables de aquel agravamiento de la exclusión social y del empobrecimiento). No obstante, ha comenzado a tomar nota de la pobreza como un nuevo y grave reto de alcance internacional. Y la banca multilateral ha asumido el tema de manera protagónica -en concordancia con su renovado poderío respecto de los países del Sur.

LA POBREZA COMO PROBLEMA DE SEGURIDAD GLOBAL

Un asunto prioritario

La pobreza en el Sur es un ámbito de interés y preocupación para un número creciente de organismos internacionales y regionales. Es el caso de diversas agencias de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la banca multilateral (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Banco Interamericano de Desarrollo, entre otros) y la Organización de Estados Americanos (OEA).

Por lo regular, esas organizaciones coinciden (aunque con matices) en que en los ’80s tuvo lugar una expansión e intensificación de la pobreza a escala planetaria y, en particular, en el Sur. También acuerdan en que se trata de un fenómeno incompatible con la paz mundial que, por consiguiente, es ponderado como un desafío global y un asunto prioritario.

En esta materia hizo punta el Banco Mundial (BM), que desde mediados de los ’80s se ocupó del asunto. Y en 1990 publicó su afamado “Informe sobre el desarrollo mundial: la pobreza” (IDM; acerca del problema en el “mundo en desarrollo”), en el que se señala que “ninguna tarea debería tener más prioridad para los políticos del mundo que la reducción de la pobreza global. En la última década del siglo permanece como un problema de dimensiones pasmosas” (BM, 1990a).

Desde entonces, la disminución de la pobreza es considerada el “objetivo fundamental” y la “misión básica” del Banco. Así, en 1991 Barber Conable -por la época presidente del BM- sostuvo que “la misión básica del Banco, y el núcleo de su programa de asistencia, es la reducción de la pobreza. El mandato global (del BM) de promover el desarrollo surge de ese imperativo fundamental” (BM, 1991a). Posteriormente, su sucesor Lewis Preston asentó que “el objetivo fundamental del Banco Mundial es alcanzar una reducción sostenida de la pobreza en el mundo en desarrollo. Este es el punto de referencia a través del cual debería ser juzgado nuestro desempeño…” (BM, 1993a).

En este contexto, el BM publicó (y sigue editando) una serie de documentos abocados a la problemática. El “Informe…” (IDM) de 1990, ya mencionado, articuló una estrategia general para encarar el asunto. En 1991 se lanzó “Assistance strategies to reduce poverty” (“Estrategias de asistencia para reducir la pobreza”, 1991a), que fijó lineamientos acerca de cómo aplicar el Informe 1990 en el contexto del Banco. Luego se elaboró una “Directiva operacional” (“Operational directive”, OD 4.15, 1991c) y el “Poverty reduction handbook” (“Manual para la reducción de la pobreza”, 1993c), que tenían la finalidad de orientar al “staff” del BM en la ejecución de esa política. En 1993 también se difundió “Implementando la estrategia del Banco Mundial para la reducción de la pobreza” (“Implementing the World Bank strategy to reduce poverty”, 1993a), que revisa las acciones del Banco para “apoyar a los países” (en la puesta en práctica de la estrategia planteada). El mismo objetivo anima a “La reducción de la pobreza y el Banco Mundial. Progreso en el año fiscal 1994” (“Poverty reduction and the World Bank. Progress en fiscal 1994”), publicado en 1995.

A partir de 1990. ese impulso del BM se expandió a la denominada “comunidad de donantes” (organismos multilaterales, agencias de ayuda nacionales) que comenzaron a redefinir sus estrategias de asistencia desde el punto de vista del alivio de la pobreza (Ferroni, Marco, 1991).

En dicha “comunidad” el BM posee un rol destacado y un peso decisivo debido a su poder financiero (y a su aptitud para condicionar políticas) y, también, en virtud de su capacidad de análisis (que plasma en múltiples investigaciones empíricas y estudios diagnósticos) y de formulación de estrategias. De ahí la importancia de una indagación que centre su atención en las políticas de este organismo financiero multilateral en materia de pobreza.

Pobreza e inestabilidad mundial

En buena medida, la pobreza es valorada como un asunto prioritario en tanto es percibida como un riesgo de seguridad de alcance planetario.

En este sentido, son ilustrativas algunas expresiones volcadas en un foro sobre “Reforma social y pobreza” que en 1993 se llevara a cabo en Washington, con el patrocinio del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) .

Allí, Federico Mayor Zaragoza -Director General de la UNESCO- sostuvo que “…la pobreza es un factor de inestabilidad” y “…un problema de seguridad a escala internacional”. Por su lado, Enrique Iglesias -presidente del BID- alertó acerca del riesgo de “explosiones sociales” en América Latina; y su asesor Louis Emmerij diagnosticó la existencia de una “bomba de tiempo social” en el subcontinente. Además, Joao Baena Soares -entonces Secretario General de la OEA- advirtió que “…si no hay una acción inmediata y concertada, el desborde de las demandas sin respuesta agotará las posibilidades de solución”; y que “…la creciente pobreza se opone a la consolidación de la democracia”.

Así pues, se establece un vínculo directo entre pobreza e inestabilidad política. Son múltiples las manifestaciones de los organismos multilaterales en este sentido. Otro ejemplo es el documento preparatorio de aquel foro (Washington, BID-PNUD, 1993). Allí también se remarca que lo que actualmente está en cuestión es la “gobernabilidad” o “sustentabilidad” política del modelo, de las “reformas económicas”. En este sentido, se apunta que “…es la viabilidad misma de las reformas económicas (…) lo que está en riesgo”. Añade que se ha creado un escenario “…en que la viabilidad de los programas de liberalización depende cada vez más de la calidad de los procesos políticos y, por lo tanto, de la gradual reducción de las principales inequidades sociales”.

Por su lado, diversos funcionarios del BM y del FMI han señalado reiteradamente que la pobreza puede restar respaldo público a las estrategias de ajuste económico. Es decir, se plantea el problema de la legitimidad y la gestación de consenso, peculiarmente relevantes en el caso de regímenes democráticos -ya que fundan esa viabilidad política del modelo económico. De ahí el auspicio de programas con propósitos compensatorios, como la ayuda alimentaria o los empleos públicos de emergencia para paliar la desocupación. Por ejemplo, en su “Informe sobre el desarrollo mundial” de 1991, el BM apunta que “éste es un objetivo meritorio en sí mismo, pero también puede ayudar a mantener el apoyo público al ajuste” (BM, 1991b). Por su parte, Michel Camdessus -Director Gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI)- mantuvo que “…la distribución equitativa de los frutos del progreso económico hará que el ajuste cuente con mayor aceptación social y política, lo cual lo hará más viable y sólido” (BID-PNUD, 1993).

En definitiva, la pobreza es percibida como un riesgo de seguridad en tanto:

  1. puede originar conflictos sociales;
  2. y poner en entredicho la legitimidad y viabilidad política del modelo económico; y, en este sentido, obstaculizar el proceso de globalización (de los mercados) .

En rigor, ya hace tiempo que los altos mandos castrenses norteamericanos y, en particular, los ligados con América Latina, vienen llamando la atención sobre los efectos potencialmente devastadores de los ajustes económicos y, en general, acerca de la pobreza como un problema de seguridad -en tanto puede ser fuente de conflictos extendidos y base de redivivos intentos insurgentes. Esas predicciones se vieron confirmadas en el subcontinente por diversas explosiones sociales (relativamente localizadas y episódicas) y, en particular, por el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que irrumpió en México en enero de 1994 (Ezcurra, Ana María, 1994a; De Lella, Cayetano y A. M. Ezcurra, 1994). Así pues, el “establishment” castrense norteamericano es otro actor relevante (y pionero en la materia) que subraya la cuestión de la pobreza como desafío de seguridad.

Además, la pobreza es percibida como un riesgo por razones demográficas, asociadas con las crecientes presiones migratorias sobre el Norte. Como sostiene crudamente el BM en su “Informe sobre el desarrollo mundial” de 1991: “en el tiempo que toma leer este párrafo, alrededor de cien niños habrán nacido -seis en los países industriales y noventa y cuatro en naciones en desarrollo. Aquí se ubica el desafío global. Más allá de la evolución de las economías avanzadas, la prosperidad y seguridad mundial a largo plazo -por la fuerza de los números- dependen del desarrollo (la reducción de la pobreza). En los próximos veinticinco años, el 95% del incremento de la fuerza de trabajo a escala mundial se dará en el mundo en desarrollo”.

En suma, la pobreza es ponderada explícitamente como un desafío de seguridad global. Se trata de un concepto de seguridad amplio, consonante con la evolución de la categoría en el pensamiento estratégico estadounidense (Ezcurra, Ana María, 1993). Así, la noción se encuentra en un proceso de expansión. Ahora no sólo abarca riesgos asociados con Estados, sino también amenazas subestatales y trasnacionales (globales, como el deterioro ambiental, la proliferación de armas de destrucción masiva, la pobreza y las migraciones masivas). Adicionalmente, la categoría ya no solamente considera desafíos de orden bélico y, entonces, incluye otros de naturaleza no-militar (demográficos, ecológicos, sociales, políticos).

LA POBREZA EXTREMA: POBLACION OBJETO DEL BANCO MUNDIAL

Notas sobre los métodos de medición

Tantos desvelos derivan de una evidencia contundente: la expansión e intensificación acelerada de la pobreza en en buena parte del Sur, desde los ’80s hasta la actualidad -asunto sobre el que hay acuerdo entre los principales organismos internacionales (aunque con matices).

No obstante, emergen diferencias a la hora de hacer cálculos; es decir, al momento de estimar las magnitudes del fenómeno. Así pues, despuntan disensos en el campo diagnóstico.

Esas distancias derivan directamente de los métodos de medición empleados. En efecto, existen varias alternativas metodológicas; y esa diversidad suele conducir a resultados singularmente dispares.

Por el momento, en América Latina predominan dos métodos: el de la Línea de la Pobreza (LP) y el de las Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) que, a su vez, poseen variantes internas (por lo que la diversidad se amplía).

El de la Línea de la Pobreza (más sensible a las fluctuaciones de las remuneraciones reales) regularmente se basa en los ingresos monetarios. Existen varios procedimientos de cálculo. En América Latina, usualmente se estima un ingreso monetario mínimo para cubrir una Canasta Básica de Alimentos (gasto alimentario para un mínimo de nutrición). Tal ingreso delimitaría la denominada “línea de indigencia” (LI). Para apreciar el costo monetario de las otras necesidades básicas (no alimentarias), se lleva a cabo un cálculo indirecto (en base a la proporción que el rubro alimentos tendría en el gasto total de los hogares). Para ello se multiplica la “línea de indigencia” por un factor o coeficiente de expansión, que en América Latina oscila entre 2.0 y 2.5 (aproximadamente el doble del presupuesto necesario para adquirir esa dieta alimentaria mínima). Esta sería la “línea de pobreza” (LP). Usualmente, la Canasta Básica se determina con los hábitos de consumo del primer segmento de hogares que satisface los requerimientos nutricionales establecidos que, por lo regular, se fijan a partir del criterio de expertos (por lo que suelen cubrir un umbral mínimo de necesidades calóricas y proteicas).

El especialista Julio Boltvinik -del Colegio de México, hasta 1991 director del “Proyecto Regional para la Superación de la Pobreza” del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo)- sostiene que el método conlleva una visión parcial y una subestimación (Boltvinik, Julio, 1991 y 1992). Afirma que la aproximación LP como tal, en cualquiera de sus variantes, procede como si la satisfacción de necesidades básicas dependiera sólo del ingreso privado de los hogares, cuando intervienen factores adicionales como el acceso a servicios gubernamentales. Además, apunta que la versión CBA (Canasta Básica Alimentaria) plantea problemas adicionales como la definición de indigencia, que estima inaceptable: hogares que no podrían satisfacer sus necesidades alimentarias aun dedicando a ello todo su ingreso. Tal restricción (todo el presupuesto sólo a comida) es empíricamente inviable, dado que los más pobres también requieren gastos mínimos no alimentarios (p.e., para cocinar, vestimenta y transporte para trabajar o buscar empleo). Por eso, el autor concluye que lo que esta variante (CBA) considera una “línea de pobreza” sería, más bien, una de indigencia o pobreza extrema.

Por su lado, el método de Necesidades Básicas Insatisfechas no se refiere al ingreso de los hogares, sino que busca medir directamente las manifestaciones materiales que muestran la falta de acceso a ciertos bienes y servicios básicos. Aquel autor puntualiza que, de hecho, la aplicación de este método en América Latina se circunscribe a muy pocas variables (necesidades básicas) como hacinamiento, viviendas inapropiadas (por sus materiales), mal abastecimiento de agua, carencia (o inadecuación) de los sistemas de eliminación de excretas e inasistencia de menores a la escuela primaria. Regularmente, los datos son tomados de información censal, aunque se suele seleccionar sólo una parte del universo de indicadores disponibles (en ella). J. Boltvinik mantiene que esta aproximación también conlleva una visión parcial y una subestimación. En efecto, se limita a escasos componentes y excluye necesidades esenciales como alimentación, salud y otras.

En definitiva, los instrumentos cuantitativos más usuales tienden a subestimar las magnitudes que pretenden valorar. Ante ello, algunos especialistas intentan crear métodos renovados que corrijan tal subvaloración. Es el caso de la denominada Medición Integrada de la Pobreza (MIP), que comenzó a desarrollar el “Programa Regional para la Superación de la Pobreza” (del PNUD). Este presentó el método en la II Conferencia Regional sobre la Pobreza en América Latina y el Caribe (Quito, 1990), cuyo documento final propone “recomendar y promover el uso del método MIP en los países de América Latina y el Caribe…” (Declaración de Quito, 1991).

Aquel enfoque renovado tiene un antecedente en algunas innovaciones metodológicas llevadas adelante en la “Investigación sobre Pobreza en Argentina” (IPA, del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, INDEC). En efecto, en 1985 Luis Beccaria y Alberto Minujin (INDEC, 1985) hicieron un estudio pionero en el subcontinente (sobre el Conurbano de Buenos Aires) cuya originalidad fue que concertó ambas perspectivas (NBI y LP). El trabajo sacó la conclusión de que los dos métodos medían fenómenos distintos y por eso podían combinarse. En estudios posteriores de la IPA (p.e., Minujin, Alberto y Pablo Vinocour, 1989a) se avanzó y sostuvo que con el criterio NBI se estaría detectando a los “pobres estructurales” (que poseen una vivienda deficitaria o un bajo nivel educativo), mientras que con el método LP se deslindaría a los hogares “pauperizados” (básicamente “nuevos pobres”, cuyos ingresos son inferiores a la LP, aunque por lo regular no tienen las carencias propias de los “estructurales”).

El Banco Mundial utiliza, por un lado, el método de la línea de pobreza; una medida que considera útil como punto de partida para el análisis, ya que permitiría una visión rápida acerca de las dimensiones del problema (separando a los pobres de los que no lo son) . El Banco también procede a deslindar una Canasta de Consumo Básica, asentada en la comida necesaria para una ingesta calórica mínima. Con ello, el BM agrava el problema de subestimación inherente al enfoque LP, ya que -como apunta J. Boltvinik (1994)- “…reduce los requerimientos nutricionales a calorías, lo cual va contra todas las recomendaciones de la FAO/OMS…”. Por otra parte, el BM examina los precios de los alimentos que constituyen la dieta usual de los pobres, mientras que en América Latina la Canasta Básica se funda en los hábitos de consumo del primer estrato de referencia no pobre en términos alimentarios. Por ende, el BM sigue agravando ese problema de subvaloración de la pobreza.

Empero, el Banco aprecia que el método LP es insuficiente, ya que la pobreza no se mediría adecuadamente si solamente se ponderaran los ingresos (o el consumo), postura compartida con aquellos que en América Latina evalúan a la LP como un enfoque parcial. Por ejemplo, Ravi Kantor (en un trabajo del BM, 1991) sostiene que “…aunque el ingreso es un componente importante del estándard de vida, hay otras dimensiones que deben ser tenidas en cuenta”. Por su lado, Martin Ravallion (1992) apunta, en otra publicación del BM, que son necesarias “medidas complementarias” como diversos “indicadores sociales” (p.e., mortalidad infantil, esperanza de vida al nacer, nutrición, tasas de matriculación en la escuela primaria) y de acceso a ciertos servicios públicos (p.e., clínicas de salud, agua potable, escuelas). En definitiva, el Banco auspicia indicadores complementarios (aunque no acude al método NBI).

Algunas estimaciones acerca de la pobreza en el Sur y en América Latina

Con fines de comparación internacional (y de agregación), el Banco Mundial emplea una “línea de pobreza” de 370 dólares per capita anuales; o sea, alrededor de un dólar por día (a precios de 1985). Además, usa una línea de pobreza extrema de 275 dólares. Se trata de un umbral extraordinariamente bajo, que acarrea una subestimación muy grave de la pobreza en el Sur -que agudiza las tendencias a la subvaloración propias de los instrumentos cuantitativos más usados.

El Banco justifica esas cifras afirmando que la delimitación de una LP con tales propósitos comparativos es inevitablemente arbitraria (BM, 1990); y que la suya ha sido definida en base a países de muy bajos ingresos como Bangladesh, Egipto, Indonesia, Kenya, Marruecos y Tanzania (mientras que el umbral inferior sería el utilizado habitualmente en la India).

Con esos valores, el BM calculó que en 1985 había alrededor de 1115 millones de pobres en el “mundo en desarrollo” (que incluirían a 630 millones de indigentes). Ello daría una incidencia de la pobreza (el % sobre la población total considerada) del 19% de la gente en América Latina y el Caribe, el 47% en el Africa Subsahara, el 20% en el este de Asia, el 51% en el sur de Asia, el 31% en el Medio Oriente y norte de Africa y el 8% en Europa Oriental (BM, 1990). En un documento posterior, el Banco corrigió esas estimaciones y elevó el índice para América Latina al 22.4% en 1985, y al 25.2% en 1990 (BM, 1993a).

En el “Informe sobre el desarrollo mundial” (IDM), de 1990, el Banco ofrece una visión optimista acerca de la evolución de la pobreza en las tres últimas décadas. Mantiene que en los ’60s y ’70s se dieron progresos enormes, tanto en materia de ingresos como a nivel de ciertos indicadores sociales. Así, constata un aumento del consumo per capita (de cerca del 70% en términos reales), además de avances en la esperanza de vida y en la cobertura de matrícula en la educación primaria, así como una disminución en la mortalidad infantil. Se trataría de mejoras significativas y de largo plazo, aunque el BM acepta que subsisten rezagos relevantes.

El IDM 1990 añade que los ’80s no revirtieron esa tendencia general al progreso. No obstante, admite la presencia de retrocesos, que habrían recaído en regiones particulares: América Latina y el Caribe; y el Africa Subsahara.

Al respecto, Adolfo Gurrieri (1994), de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe), sostiene que si bien es cierto que en los ’80s hubo adelantos en sectores específicos (como reducción de la mortalidad infantil), el panorama general es negativo si se lo analiza desde la óptica de la evolución del empleo, el ingreso medio, los salarios y el gasto público social, entre otros factores.

Por ende, en el BM las mejoras reales en algunos indicadores sociales tienen la función de apoyar un discurso que subvalora la incidencia de la pobreza (sobre todo, a través de la citada LP).

Incluso, ciertos documentos posteriores del Banco tienden a atemperar ese optimismo exagerado y distorsionador. Es el caso de “Implementando la estrategia del Banco Mundial para la reducción de la pobreza” (1993a). Este material pondera que, entre 1985 y 1990, el número absoluto y el porcentaje de pobres se incrementó en América Latina y el Caribe y en Africa Subsahara, sí, pero también en Medio Oriente y el norte de Africa. Adicionalmente, apunta que en esas regiones los pobres se hicieron más pobres; es decir, que aumentó la denominada intensidad de la pobreza. Y añade que, además, tuvo lugar una desaceleración en aquel ritmo de mejoras que se venía dando en ciertos indicadores sociales.

Empero, tales correcciones no logran revertir la matriz de subestimación mencionada. Ello es evidente en las cifras para América Latina y el Caribe. Así, mientras el BM calcula una incidencia del 25.2% para 1990, la CEPAL (1992a) computa un índice del 45.9% (también utilizando el enfoque LP). Por su lado, el “Programa Regional para la Superación de la Pobreza” (PNUD) aplicó el método de “Medición Integrada de la Pobreza” (MIP), que procura corregir las subestimaciones aludidas, y arribó a un valor del 61.8%: ¡36.6% más que el Banco Mundial! (PNUD, 1992). Ello reafirma la grave subestimación en la que incurre el Banco, así como las asombrosas disparidades a las que pueden conducir diversas aproximaciones metodológicas.

En documentos posteriores al Informe 1990, el BM utilizó para América Latina una “línea de pobreza” de dos dólares por día (p.e., BM 1993a), así como una de un dólar para la pobreza extrema.

Julio Boltvinik (1994) aplicó esa LP (dos dólares) al caso de México. Como resultado de ese cotejo empírico, el autor concluyó que tal LP se puede interpretar como una línea de desnutrición; por debajo de ella, se caería en la desnutrición calórica (con todas las demás necesidades básicas insatisfechas). Es decir, no se demarcaría el universo de los pobres, como se pretende, sino que se identificaría a la población cuya supervivencia física está en peligro. Por eso, el autor agrega que el guarismo inferior (de un dólar, que corresponde a la LP usada para la comparación internacional), no tiene ningún sentido, ya que la gente en ese nivel de ingresos estaría técnicamente muerta.

En definitiva, el Banco Mundial delimita una población objeto de pobreza extrema. Este es un enfoque compartido por el FMI. Así, dos funcionarios de este organismo -Sanjeev Gupta y Karim Nashashibi (1990)- aseguran que “se entiende que la expresión ‘pobres’ se refiere a los grupos de unidades familiares que se encuentran en el nivel más bajo de la escala de ingreso y gasto”.

Y ese recorte es el producto de una política; es decir, se da porque es a dicha población a la que se procura dirigir el grueso de la estrategia. Esta hipótesis implica sostener que las políticas condicionan las mediciones, y no a la inversa.

Tal inversión se daría en una institución, como el Banco Mundial, que proclama basar sus propuestas en indagaciones y datos empíricos, así como en el análisis de experiencias. Y efectivamente el BM lleva adelante múltiples investigaciones que difunde por medio de diversas publicaciones que, regularmente, manifiestan un notable afán por las mediciones y la legitimación a partir de la experiencia -lo que trasunta un paradigma con dejos empiristas. No obstante, esos anhelos suelen fracasar en la práctica que, como tal, tiende a subordinar las mediciones a una racionalidad jerarquizada, superior (que pertenece al ámbito de las políticas).

Esa inversión también parece expresarse en los estudios nacionales que lleva a cabo el Banco. En efecto, además de la LP universal el BM utiliza “líneas de pobreza” por país, que consideran los patrones de consumo y costos locales. El BM aprecia que, por lo regular, es preferible emplear la LP usualmente aplicada por las propias naciones (si la poseen). Empero, se estima que puede ser aconsejable valerse de definiciones alternativas, si las existentes carecen de relevancia operativa (BM, 1993b). En este sentido, Martin Ravallion (en un documento ya citado del BM) comenta que “por ejemplo, un umbral de pobreza que esté sobre las necesidades humanas básicas puede dar lugar a una incidencia demasiado grande para ser operacionalmente útil…”. Así pues, la “relevancia operativa”, lo “operacionalmente útil”, condiciona las mediciones.

Dicha inversión metodológica expresa y probablemente agrava una tendencia más general, que J. Boltvinik (1991) denomina “definición política de la pobreza”, que “…se manifiesta en la práctica de muchos investigadores que van ajustando (hacia abajo casi siempre) las normas de las NBI o la altura de la línea de pobreza hasta que obtienen una incidencia de la pobreza que les parece razonable y políticamente aceptable”.

El componente nuclear, jerarquizado, que subordina y condiciona las mediciones, consiste en el propósito de implementar políticas (orientadas a la merma de la pobreza) que mantengan los costos a niveles manejables desde el punto de vista fiscal. Es decir, políticas que, a su vez, se supediten al mantenimiento de los equilibrios fiscales demandados por los ajustes estructurales. Por eso es imprescindible contraer, limitar, la población objeto.

Esa exigencia fiscal se ensambla con dos objetivos derivados. Por un lado, y en el ámbito de las mediciones, el BM expresa una preocupación -muy generalizada en los estudios cuantitativos usuales en la materia- por distinguir entre los “pobres” y los “no pobres”. Esta última noción (“no pobres”) podría ser objetada como distorsionadora de las estructuras sociales, en tanto se trata de una categoría negativa que abarca fracciones sociales demasiado diversas (p.e., obreros industriales empobrecidos, aunque “no pobres” según las mediciones, junto con propietarios de los grandes grupos económicos locales). No obstante, y más allá de este debate, si esa distinción se asocia con subestimaciones en las magnitudes (notablemente frecuentes, y agudizadas en el caso del BM), entonces la categoría “no pobres” engloba a numerosos “pobres”. En otros términos, el conjunto identificado como “pobres” excluye a muchos que sí lo son. Así, la racionalidad fiscal construye una ficción, presentada como real y verosímil (como no construida, sino como propia de “lo real”), que convierte en “no pobres” a quienes sí lo son.

Dicha distinción (“pobres”, “no pobres”) es requerida por otro objetivo. En efecto, un propósito clave es evitar la transferencia de fondos (destinados a amenguar la pobreza) a los “no pobres” (p.e., en el caso de subsidios a los alimentos; o en esquemas de empleos públicos temporarios de emergencia para paliar el desempleo). ¿Cómo? A través de la focalización, concepto que señala la necesidad de concentrar el gasto público en los “grupos más vulnerables”. Es decir, las exigencias fiscales de los ajustes dejan disponibles recursos escasos que, por lo tanto, deben centralizarse en grupos necesariamente restringidos -y preferentemente sólo en ellos. Por eso, la estrategia tiende a dirigirse a la pobreza extrema (con algunas excepciones).

Esta postura es inaceptable. Como afirma Adolfo Gurrieri (1994) “…como casi no existe estrategia en la actualidad que no exprese su preocupación por la pobreza, la inequidad y el descuido de la dimensión humana, lo importante es conocer cómo se define el problema y qué se propone para solucionarlo”. EL BM procede a una restricción de la población objeto que constriñe el problema a un subconjunto poblacional muy limitado. Además, la búsqueda de equidad supone desafíos más amplios que mitigar o incluso superar la exclusión social. Además, implica revertir la dispar distribución de los ingresos, la riqueza y el poder que hoy distingue a las sociedades latinoamericanas.

LA LECTURA CAUSAL. EL PORQUE DE LA EXPANSION DE LA POBREZA

Los ajustes estructurales y su impacto adverso en los pobres

El Banco Mundial, así como el Fondo Monetario Internacional, han mostrado (y exhiben) una notable preocupación por realizar y difundir una lectura propia acerca de lo ocurrido en los ’80s; es decir, sobre los ajustes económicos y sus efectos sociales.

El BM reconoce que en los primeros años de implantación de esos ajustes, los organismos multilaterales prestaron escasa atención a las posibles repercusiones adversas en los pobres. Esta aceptación lleva a la distinción de etapas. Así, Enrique Iglesias -presidente del BID- sugiere (BID-PNUD, 1993) que ese período inicial (en la puesta en marcha de los ajustes) recalcó el logro de la “eficiencia económica”, mientras que ahora se subrayaría la “eficiencia social.

En esa línea, el Informe 1990 (IDM) del Banco anota que diversos observadores y, en primer lugar, la UNICEF (Organización de las Naciones Unidas para la Infancia), llamaron la atención acerca de los efectos dañinos de los ajustes en los pobres. En un sentido similar, Helena Ribe (coautora del IDM 1990) apunta <1990b> que UNICEF ha hecho mucho por recopilar evidencia empírica acerca de qué pasó con los pobres en los ’80s, si bien no habría sido tan claramente exitosa en distinguir los efectos de la recesión (inducida externamente) y los del ajuste.

Por su lado, el IDM 1990 concluye que al final de la década del ’80 el asunto ya era considerado importante por todas las agencias de la ONU; y que ahora es ponderado en la totalidad de los programas de ajuste financiados por el Banco. Así pues, se habría ingresado en otra etapa, más atenta a aquellas consecuencias negativas.

Actualmente, el BM y el FMI aceptan que los ajustes estructurales suelen tener efectos adversos en los pobres. Sin embargo, agregan que se trataría de impactos de corto plazo. Entonces, se plantean dos tesis, articuladas pero diferenciables.

La primera tesis anota que el punto de partida de los ajustes macroeconómicos se orienta al objetivo de reducir la demanda y el consumo privado. Y reconoce que pueden surgir dificultades derivadas de factores variados, ligados al mercado y/o a los servicios públicos. Así, el BM consiente que puede tener lugar un mayor desempleo o subocupación y una declinación de los ingresos del trabajo, así como un aumento de los precios de bienes y servicios que consumen y utilizan los pobres. A ello se añadirían cortes en el gasto público (por motivos de consolidación fiscal) que, como tales, tenderían a mermar el empleo y los salarios reales (del sector) y, además, los subsidios que auxilian a los menos favorecidos. También se toma nota de la reducción concomitante de inversiones públicas, que podría tener consecuencias negativas y duraderas en la infraestructura productiva y en el desarrollo de recursos humanos.

En esa dirección, el “Manual para la reducción de la pobreza” (BM, 1993b) puntualiza que “…las políticas de ajuste también afectan a los pobres (…), a través de su impacto en los salarios y el empleo, en los precios de los productos que los pobres consumen y en el gasto público en servicios sociales (y en otros rubros) que benefician a los pobres”. Por su lado, Helena Ribe (1990b) apunta que “algunas medidas de ajuste pueden afectar adversamente a los pobres. Ese efecto puede resultar de reducciones en el gasto público, de aumentos en los precios de bienes y servicios consumidos por los pobres y de declinaciones en el empleo o los salarios reales en sectores en los que los pobres trabajan”.

No obstante, la segunda tesis mantiene que esos resultados serían costos transicionales, de corto plazo. Por ejemplo, Michel Camdessus -Director Gerente del FMI- sostiene (1990) que los ajustes efectivamente traen “privaciones” y “sufrimiento”; y añade que “a corto plazo, determinadas medidas necesarias en el período de transición pueden perjudicar a los sectores sociales más vulnerables”. Por su lado, la “Directiva operacional” del Banco (BM, 1991) agrega que “cabe la posibilidad de que algunas medidas de ajuste tengan un efecto adverso a corto plazo en grupos específicos de la población pobre”. En definitiva, en el largo plazo la reestructuración económica asociada con los ajustes sería consistente con la reducción de la pobreza (BM, 1990a). Por ello se ratifica el modelo (económico), si bien se añade la necesidad de mitigar esas consecuencias negativas.

Empero, dicha confianza en el largo plazo es, en buena medida, una cuestión de fe, dado que no existen evidencias empíricas claras que sustenten tal tesis (el carácter necesariamente transicional de los impactos adversos en los pobres).

En los ’80s, el discurso de justificación era relativamente distinto. En efecto, los indicadores negativos no solían ser interpretados como productos del ajuste, sino sólo como resultantes de un mercado imperfecto y de la subsistencia de resabios “estatistas”. Así, en esa argumentación lo negativo actual no podía operar como una fuente de objeción al modelo económico, que quedaba eliminado como factor condicionante de tal negatividad. Actualmente, sí se acepta ese rol causal (al menos como posibilidad y en relación a ciertos efectos), pero al otorgarles un carácter ineludiblemente transicional se produce un impacto discursivo similar: lo negativo presente queda excluido como fundamento (de) y dato válido para la impugnación del modelo. En este sentido, se perfila una “fuga hacia el futuro” (también vigente en los ’80s), un tiempo prometido en el que lo adverso sería ineluctablemente superado e, incluso, revertido. Franz Hinkelammert (1993) ha analizado este tipo de pensamiento utópico, particularmente presente en el paradigma neoliberal, que anuncia un futuro en nombre del cual “…cada paso destructivo del sistema es celebrado como un paso inevitable a un futuro mejor”.

Una visión alternativa. El caso de la pobreza en la Argentina

La pobreza: una tendencia estructural. Perfil, incidencia y evolución en el período 1974-1988

Empero, en el discurso de legitimación (del modelo de ajuste) suele esgrimirse una “evidencia” que sí está localizada en el presente: el efecto social benéfico del control de la inflación, con la consiguiente merma en los índices de pobreza.

El caso argentino hace factible una reflexión acerca de los alcances de tales mejoras. Para ello, es necesario proceder a un somero diagnóstico de la evolución de la pobreza en el país, desde los ’70s hasta la actualidad (cfr. Ezcurra, Ana María, 1994b). Dicho análisis permite fundar una hipótesis alternativa: que los impactos negativos del ajuste en materia de pobreza son de carácter estructural, inherentes al modelo y de largo plazo.

Argentina es un país que ha padecido, por primera vez, un proceso de empobrecimiento intenso y masivo, que afectó a vastos sectores de la población (Minujin, Alberto, 1993). Se dio un crecimiento notable de la incidencia de la pobreza, que a fines de los ’80s alcanzó una magnitud elevada -no sólo en relación a los índices históricos de Argentina, sino también respecto de los valores vigentes en otras naciones de la región (Beccaria, Luis., 1993). Por eso, la CEPAL (1990) consignó que Argentina constituía una “situación extrema” en el subcontinente, ya que registraba el mayor aumento porcentual de la pobreza.

Esa expansión de la pobreza fue el producto de un proceso prolongado. En efecto, su propagación en Argentina comenzó en 1976 con el golpe militar que implantó el Terrorismo de Estado que, por su lado, constituyó el período fundacional del ajuste en el país (Parisi, Alberto, 1994). En otros términos, el incremento sostenido de la pobreza coincide con la instauración y desarrollo (en sus diversas fases) de dichos ajustes, en un proceso prolongado (no de corto plazo). Ello ha sido corroborado por diversos estudios.

Por ejemplo, el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) inició en 1987 la “Investigación sobre Pobreza en Argentina” (IPA, ya mencionada), que concluyó en 1989. La IPA realizó una indagación en la materia que incluyó relevamientos en cinco localidades del país: los diecinueve partidos del Conurbano bonaerense (provincia de Buenos Aires) y las ciudades provinciales de General Roca y Neuquén (región patagónica), Posadas (región noreste) y Santiago del Estero-La Banda (región noroeste).

Esa investigación empleó un método propio, ya aludido, que usaba simultáneamente la Línea de la Pobreza y las Necesidades Básicas Insatisfechas. Dicha combinación dio lugar a dos categorías (INDEC, 1990):

  1. la de los “pobres estructurales”, que enfrentan “serios problemas en su hábitat, especialmente en vivienda e infraestructura social y de servicios, pues una gran proporción reside en asentamientos precarios. En términos de su medición, aparecen como pobres estructurales los hogares identificables por no satisfacer (alguna de las) necesidades básicas (seleccionadas)”;
  2. la de los denominados “pauperizados”, “cuyas carencias más evidentes se originan en la caída del consumo de bienes elementales y del acceso a la salud, a la educación, a la recreación, etcétera. Este grupo está formado tanto por familias pobres que habían logrado en cierto momento mejorar su situación relativa, como por sectores que contaban con un aceptable nivel de vida -a los que una permanente contracción del ingreso real ha llevado a vivir en condiciones que no se distinguen por el consumo de la de los pobres estructurales”. Para su medición, se estima como pauperizados o pobres por ingreso a los hogares cuyo presupuesto cae por debajo de la LP.

Los resultados de la IPA muestran que la proporción de hogares pobres en el Conurbano bonaerense alcanzaba en 1988 a algo más de un tercio, mientras que en el resto de las ciudades estudiadas llegaba a valores cercanos a la mitad (el 50% del total). Además, los hogares pobres tienen un tamaño medio más elevado que los no pobres. Por eso, la pobreza tenía (y posee) mayor magnitud si se toma como unidad a las personas; es decir, si se considera a la población en lugar de las unidades familiares. Así, en ese año el 44.3% de la gente era pobre en el Conurbano bonaerense; y en el resto de las áreas urbanas estudiadas la cifra subía, superando en varios casos el 60%. Sin duda, se trata de valores muy elevados.

Respecto del perfil de la pobreza, los pauperizados (o empobrecidos) representaban la mayoría de los pobres en todas las ciudades, con porcentajes de incidencia considerables (en torno al 30%). Ello se advierte en el siguiente cuadro:

Cuadro 1. Hogares y población según grupos de pobreza (1988)
Hogares y población Total Pobres
Estructurales
Pauperizados
CONURBANO
% Hogares 36.7 11.5 25.2
% Pobl. 44.2 16.3 27.9
GRAL. ROCA
% Hogares 48.5 14.2 34.3
% Pobl. 56.7 17.3 39.4
NEUQUÉN
% Hogares 55.0 15.4 39.6
% Pobl. 62.4 19.3 43.1
POSADAS
% Hogares 56.9 25.0 31.9
% Pobl. 64.1 30.9 33.2
SANTIAGO DEL ESTERO
% Hogares 53.5 21.5 32.0
% Pobl. 62.2 26.9 35.3

Fuente: INDEC (1990)

El Cuadro 1 devela la subestimación que suele darse en algunos estudios regionales acerca de la pobreza en Argentina; por ejemplo, en 1990 la CEPAL calculó que en el país había sólo un 13% de hogares bajo la LP.

Por otro lado, los datos sobre evolución de la pobreza proporcionados por la IPA permiten inferir algunas conclusiones relevantes:

  1. En los ’80s la expansión de la pobreza resultó sumamente intensa. Por ello, se puede afirmar que si en 1976 comenzó el retroceso, la década del ’80 fue la del “gran derrumbe” (CIPPA, 1991).
  2. Buena parte del empobrecimiento derivó de una caída general de los ingresos, con el consiguiente menoscabo de los niveles de vida. La CEPAL (1992) coincide en que incrementos tan elevados de la pobreza sólo pueden provenir de desplomes agudos de los ingresos que involucran a vastos segmentos sociales (cuyos ingresos se reducen por debajo del mínimo requerido para satisfacer las necesidaes básicas).

En efecto, el tramo de hogares con ingresos inferiores a la LP fue el que más creció en el período 1974-1978, y ello determinó el aumento notable de los índices globales de pobreza en ese lapso. Esa gravitación de los pauperizados es evidente en la evolución registrada en el Conurbano bonaerense:

Cuadro 2. Hogares y población bajo la línea de la pobreza (en % de hogares y del total de población) Grupo de pobreza
Años Total Estructurales Pauperizados Total Sólo NBI Total NBI y LP
Hogares
1974 28.9 26.3 23.1 3.2 2.6
1980 26.1 16.6 11.3 5.3 7.5
1982 44.1 18.8 6.7 12.1 25.3
1987 38.8 16.1 5.7 10.4 22.7
1988 36.7 11.5 25.2
Personas
1974 34.3 31.1 25.9 5.2 3.2
1980 31.3 21.2 12.9 8.3 10.1
1982 51.1 23.1 5.8 17.3 28.0
1987 47.2 22.0 6.0 16.0 25.2
1988 44.2 16.3 27.9

Fuente: INDEC (1990)

Dicha propagación de la pobreza por ingresos se verifica en el resto de las ciudades estudiadas por la IPA. Por ejemplo, en Posadas se pasó de un 36.4% de hogares bajo la LP (con o sin NBI) en 1983, al 49.4% en 1987. En Neuquén, el porcentaje subió del 25% en 1983 al 35.9% en 1987; y en Santiago del Estero-La Banda la fluctuación fue del 24.4% en 1983 al 48.2% en 1987.

La evolución reseñada conduce a algunas conclusiones adicionales:

  1. Aquel acrecentamiento alto y sostenido de la pobreza modificó su carácter: se convirtió en un dato permanente (Minujin, Alberto, 1993). Es decir, se trata de una tendencia estructural, que trasciende las fluctuaciones coyunturales y los efectos de corto plazo y que, además, se configuró en un período extendido de aplicación de ajustes económicos.
  2. Tuvo lugar un proceso de “movilidad descendente” prolongado, que también laceró (y horada) a fracciones tradicionalmente consideradas como pertenecientes a las capas medias: los llamados “nuevos pobres”, franja que produjo el grueso de aquel alza global en el volumen de pobreza. De ahí que ésta no sólo creció, sino que se hizo más heterogénea.
  3. En Argentina, ese incremento de la pobreza por ingreso se dio antes de los episodios hiperinflacionarios, que luego elevaron agudamente los índices de población por debajo de la LP.

Algunos efectos de la hiperinflación

Los datos del Conurbano bonaerense muestran que el proceso hiperinflacionario, con sus picos de 1989 y 1990, implicó un aumento notable y brusco de la pobreza por ingreso.

En 1992, se creó en el país el “Comité Ejecutivo para el Estudio de la Pobreza en la Argentina” (CEPA, dependiente del Ministerio de Economía y Obras y Servicios Públicos). Algunos estudios del CEPA (1992a y 1993b) sobre la evolución reciente (entre 1988 y 1992) de la pobreza en el Aglomerado del Gran Buenos Aires (incluye la Capital Federal y el Conurbano bonaerense), revelan que la magnitud de ese incremento fue aún mayor en los partidos del Conurbano con estratos de ingresos más bajos. Allí se dio un pico del 64% de la población (bajo la LP) en octubre de 1989 y del 58.9% en mayo de 1990. Por su lado, A. Minujin (1993) llega a resultados semejantes en un análisis de datos correspondientes al Conurbano en su conjunto (sin distinguir los distritos más afectados por la pobreza) para el período 1980-1989 (en el que también presenta el impacto del brote inflacionario de 1988). Concluye que los picos de 1988 y 1989 repercutieron en un alza del 100% de la pobreza (por ingreso).

Entonces, las irrupciones hiperinflacionarias tuvieron un impacto mayor en las áreas más desfavorecidas y, de hecho, arrojaron a la pobreza a nuevos y amplios contingentes de la población (además de agravar la situación de los que ya eran pobres). De ahí que extensos sectores populares ponderen la estabilidad como un valor singularmente jerarquizado -prioridad que produjo impactos electorales y facilitó a la administración Menem el logro de la primera minoría en sucesivas elecciones.

¿Por qué las hiperinflaciones mostraron un efecto tan devastador? El resultado fue tan agudo porque en el país hay vastos segmentos sociales sumamente vulnerables, por encima (de) pero muy próximos a la LP -que en un método de medición que no acarreara las subestimaciones antedichas no serían considerados “vulnerables” sino pobres (y a los que el proceso hiperinflacionario habría lanzado, entonces, por debajo de una “línea de indigencia”). Por ejemplo, en el Conurbano la gente cuyos ingresos oscilaban entre la LP y 1.2 LP se elevó del 2.3% (de la población ocupada total) en 1974 al 9.3% en 1988; y la que se situaba entre 1.21 LP y 1.50 LP ascendió del 3.3% al 8.2% en esos años -un 17.5% adicional de la población activa en 1988 (Murmis, Miguel, 1992).

Este es un elemento crucial de la estructura social emergente: no sólo se constatan amplias franjas de los habitantes por abajo de la línea de la pobreza (tal como ésta es usualmente determinada), sino que además hay nutridas fracciones ligeramente por encima de ella que, en cálculos más ajustados, deberían ser calificadas como pobres -ya que, en rigor, la LP corresponde a una “línea de indigencia”.

Entonces, es factible sostener la hipótesis de que la incidencia de la pobreza por ingreso puede ser bastante superior a la indicada por las cifras derivadas de los métodos usuales de medición. De ahí los efectos peculiarmente intensos de las hiperinflaciones.

Los estudios aludidos (del CEPA y de A. Minujin) llegan a conclusiones similares: la superación de esos episodios hiperinflacionarios y el proceso de estabilidad iniciado en 1991 redujeron de manera significativa la pobreza. En cambio, en este trabajo ajustamos esa deducción sosteniendo que lo que disminuyó fue, básicamente, la proporción de hogares que se había despeñado en la indigencia. Al respecto, el CEPA muestra que en los partidos más carenciados del Conurbano el número de hogares por debajo de la LP cayó del 38% en marzo de 1988 (46% de la población) al 20.4% y al 25.4% respectivamente en octubre de 1992. El CEPA (1992a) añade que el efecto negativo de las hiperinflaciones en los salarios se observa con claridad tanto en octubre de 1989 como en mayo de 1990 (con caídas próximas al 50% y 29% respecto de la base). Posteriormente, la recuperación relativa de los salarios reales habría permitido un mejoramiento de las condiciones de subsistencia (y una merma de los hogares bajo la LP):

Cuadro 3. Evolución de la pobreza y los salarios reales. Indice base 1988:100
Período Evolución de la pobreza Salario
Mayo 1988 100.0 100.0
Octubre 1988 107.1 96.4
Mayo 1989 87.2 111.2
Octubre 1989 169.5 53.6
Mayo 1990 149.1 71.2
Octubre 1990 111.9 80.9
Mayo 1991 96.5 90.5
Octubre 1991 72.1 91.5
Mayo 1992 66.8 97.4
Octubre 1992 60.6 97.5

Fuente: CEPA (1992a)

Más allá de las subestimaciones comentadas -y de las diferencias cuantitativas existentes según las fuentes y métodos empleados- es posible afirmar que la superación de los episodios hiperinflacionarios sí conlleva una recuperación de los ingresos y una disminución de la indigencia (y la pobreza) que irrumpió súbitamente hacia 1989. Así, es factible (todavía no existen procesamientos nacionales precisos al respecto) que esa reducción (especialmente patente en 1991) haya retrotraído las cifras de pobreza a niveles semejantes a los presentes hacia 1987; período en el que, como se indicó previamente, los valores por debajo de la LP alcanzaban porcentajes elevados (entre un 35% y un 50% de los hogares en los diversos distritos estudiados por la IPA).

Es decir, la estabilidad contrajo la súbita expansión derivada de las hiperinflaciones, pero no mermó la incidencia de la pobreza que se gestó desde 1976.

Es que esa propagación sostenida (más allá de las variaciones de corto plazo) de la pobreza es un fenómeno sobredeterminado. En otros términos, es producido por factores diversos pero convergentes. Estos, por su lado, también constituyen tendencias estructurales que, como tales, no fueron removidas por el control de las hiperinflaciones. Por eso perdura la pobreza. Así, a la caída de los ingresos se agregan componentes estructurales adicionales; entre otros, un deterioro en su distribución (de los ingresos) y distorsiones persistentes de la ocupación que acarrean un mercado de trabajo cada vez más excluyente (Monza, Alfredo, 1993).

Más aún, ciertos datos y estudios recientes sugieren que algunos de esos factores (estructurales, que provocan el empobrecimiento) están empeorando, por lo que la incidencia de la pobreza podría aumentar (después del descenso provocado por la estabilidad). Por ejemplo, la desocupación (que recae centralmente en los pobres) sigue registrando un franco e intenso incremento, con el consiguiente retroceso de los ingresos familiares.

Por otro lado, un estudio de Alberto Minujin y Néstor López (1993, sobre el Conurbano bonaerense) añade datos que confirman la existencia de un renovado deterioro. Por ejemplo, se constata una ampliación de la inequidad en la distribución del ingreso. En efecto, la recuperación (promovida por la estabilidad) fue menor en los estratos de población más bajos, lo que supone una mayor concentración en los segmentos más altos. Además, se verifica un aumento del porcentaje de hogares no pobres con ingresos por debajo de las dos líneas de pobreza (37.9% en 1992, 35.9% en 1989 y 31.3% en 1986). Ello reafirma la existencia y, aún más, el incremento de amplias franjas de la población muy vulnerables (o pobres, si se corrigieran las subestimaciones aludidas).

En definitiva, la estabilidad sólo mermó la brusca expansión de la pobreza provocada por las hiperinflaciones. A la vez, empeoran factores estructurales productores de pobreza (p.e., subutilización de la fuerza de trabajo, inequidad en la distribución del ingreso), mientras se da un crecimiento de la población vulnerable. Es decir, persiste (y se acentúa) una estructura social con vastas capas de la población empobrecida o pobre (por debajo de las dos LP; en total, el 57% en el Gran Buenos Aires, según Alberto Minujin y Néstor López, 1993).

Ello reafirma que la proliferación de la pobreza es una tendencia estructural, gestada en un período prolongado de ajustes, y un fenómeno permanente (no coyuntural) que no ha sido revertido por la presente etapa del ajuste (que incluso exhibe signos de agravamiento en la materia).

Por lo tanto, en el caso argentino no se manifiestan evidencias que permitan sostener, como el Banco Mundial, que los impactos adversos en los pobres son de corto plazo y que, en un período prolongado, la reestructuración económica (ensamblada con el ajuste) sería ” consistente” con la reducción de la pobreza. Así pues, el presunto lapso transicional, pregonado por el BM y el FMI, tendría un carácter tan duradero que su existencia como tal puede ser puesta en entredicho.

UNA POLITICA REMOZADA. EL BANCO MUNDIAL Y LA ESTRATEGIA DE “DOS VIAS”

Crecimiento económico y reducción de la pobreza

Ante la expansión de la pobreza en el mundo, y los problemas de legitimidad y seguridad concomitantes, la banca de desarrollo respondió recientemente con cierta adaptación del paradigma económico. Es decir, se elaboró una estrategia relativamente “aggiornada”, diseñada básicamente por el Banco Mundial y presentada en aquel “Informe sobre el desarrollo mundial 1990”, ya citado.

Así, el Banco Mundial propicia lo que denomina una estrategia de “dos vías” para la reducción de la pobreza a largo plazo.

La primera “vía” consistiría en el estímulo de políticas orientadas al crecimiento económico, sin el cual tal merma de la pobreza no tendría lugar. Para ello, el Banco se obstina en prescribir las reformas orientadas al mercado en el marco de los ajustes estructurales. En otros términos, se reafirma el modelo que, como tal, constituye el núcleo de la estrategia global (Gurrieri, Adolfo, 1994). Es decir, ocupa un lugar jerarquizado que subordina a las políticas restantes.

El “Informe sobre el desarrollo mundial 1991”, del BM, hace más explícitas algunas notas distintivas de dicho modelo. Allí se recomienda a los “países en desarrollo” la puesta en marcha de “reformas domésticas” en el ámbito de la política macroeconómica, con fines de estabilización (control de los déficits fiscales y de la inflación). Y además reformas “estructurales”, tendientes a : a) la apertura de las economías al comercio y la inversión internacional (bajando los controles y las barreras tarifarias y no arancelarias); b) una mejora en “el clima para las empresas”; es decir, se exalta una merma de la intervención gubernamental (desregulaciones y privatizaciones). En definitiva, se deslindan dos dimensiones centrales: macroeconómicas y “estructurales”, que apuntan a economías de libre mercado orientadas al exterior (exportaciones al mercado mundial, en vez de sustitución de importaciones), con un fuerte acento en aumentar la productividad.

Adolfo Gurrieri (1994) también discrimina dimensiones del ajuste estructural y subraya que el concepto abarca diversos “aspectos”, analíticamente distinguibles. En primer término, la noción se referiría a la obtención de equilibrios macroeconómicos (sobre todo, estabilidad de precios, ajuste de las cuentas fiscales y externas), recalcados por el BM como parte crucial del modelo. El autor puntualiza que si bien conseguir dichos equilibrios es “absolutamente necesario”, “…debiera reconocerse que no existe un único camino para lograrlo”. Agrega que en América Latina ha predominado un tipo de proceso (de estabilización), cuya característica ha sido respetar “…la estructura de poder económico existente, haciendo recaer sus efectos en mucha mayor proporción sobre los estratos más débiles de la población”. Por eso, sugiere la necesidad de explorar alternativas que “…pongan de manifiesto una sistemática preocupación por la equidad”. En definitiva, en esos planteamientos emergen dos cuestiones decisivas:

  1. El rechazo a la idea de “único camino”. Es decir, se trata de poner en cuestión el discurso que presenta (implícita o explícitamente) al modelo aludido como “sin alternativas”. En efecto, ésta es una “…sociedad que sostiene que no hay alternativa para ella” (Hinkelammert, Franz, 1993).
  2. La necesidad de incorporar la temática del poder como nodal para la comprensión (y superación) de los efectos adversos de los ajustes en los pobres, problemática habitualmente silenciada en los discursos de la banca de desarrollo.

El asunto también es retomado por A. Gurrieri cuando se refiere a otro “aspecto” del ajuste: la adecuación a las “actuales condiciones de la economía internacional”. Apunta que esa “adaptación” debería construirse sobre la base de un reconocimiento básico: que no sólo está en juego el “mercado internacional”, sino que intervienen estructuras de poder asociadas con él. Por eso, sugiere la necesidad de que América Latina adopte posturas más activas y orientadas a fortalecer las fuerzas propias. Por ejemplo, anota que “…es evidente que los países latinoamericanos deberían tener una posición mucho más firme en las negociaciones de la deuda externa (…) y, al mismo tiempo, cambiar en la medida de lo posible la desmedrada posición que tienen en la estructura de poder económico internacional”.

En suma, se trata de desmontar la imagen, tan difundida en los discursos dominantes, del mercado como proceso sin sujeto (Coraggio, José Luis, 1994a), lo que implica reintroducir la cuestión del poder (internacional, nacional) como ámbito estructural determinante de la inequidad y los procesos de exclusión y empobrecimiento que hoy devastan a buena parte del Sur.

Entonces, en nombre del crecimiento económico el BM (y el FMI) ratifican los trazos básicos del modelo, reafirmación que procuran legitimar a través de diversos procedimientos discursivos. Entre ellos, es central la coartada (mencionada previamente) de lo “inevitable”, lo “necesario” (el ajuste como “único camino”). En este sentido, se suele argumentar que sin los programas de ajuste la suerte de los pobres hubiera sido mucho peor, lo que corroboraría su índole ineludible. Aquí opera un recurso implícito, por el cual se tiende a equiparar el ajuste en su conjunto con el control de la inflación. En esa línea, Sanjeev Gupta y Karim Nashashibi (del FMI) aducen que “se debe recalcar (…) que la falta de ajustes puede tener consecuencias mucho peores para los pobres, porque hace que tengan que soportar el peso total de una elevada tasa de inflación…”. Por su lado, la apelación a lo “indispensable” se articula con la mencionada “fuga hacia el futuro” (efectos adversos que serían de corto plazo, a la vez que consecuencia indeseada de un camino que ineluctablemente debe recorrerse).

Así, Lewis Preston (1993) -entonces presidente del Banco Mundial- sostiene que “la mayoría de los gobiernos de la región (América Latina y el Caribe) están haciendo progresos en el sendero del crecimiento, principalmente debido al mejoramiento de la administración macroeconómica, a la liberalización del comercio exterior, a la privatización y a la desregulación. Estas reformas deben continuar debido a que ellas ayudan a crear el marco y los recursos para la reducción de la pobreza a largo plazo”. Por su lado, Helena Ribe (1990b) -coautora del Informe 1990, del BM- argumenta que “una lección clara de la experiencia es que un proceso ordenado de ajuste, dirigido a establecer un nuevo camino de crecimiento, es indispensable para mejorar la posición de los pobres a largo plazo”. Asimismo, Michel Camdessus asienta (1990) que “nuestro principal objetivo es el crecimiento económico”. Y que el ajuste (la “disciplina macroeconómica” y la “reforma estructural”) son condición del crecimiento y, por ende, de esa disminución de la pobreza: “Quiero decirlo de manera directa: las medidas de este tipo favorecen a los pobres, y debemos hacer todo lo posible para aplicarlas si queremos librar una batalla victoriosa contra la pobreza…” (1993).

Por consiguiente, en esta primera “vía” se observa una franca pertinacia, más que un “aggiornamento”.

No obstante, se alientan ciertos cambios en el diseño de los programas de ajuste. En efecto, el BM recalca que también es importante el patrón de crecimiento, asunto que es recuperado ante la evidencia de que el crecimiento per se no necesariamente redunda en una mejora social. Es así como se recomienda una matriz de base amplia, intensiva en trabajo, que expanda las posibilidades de empleo. Por lo tanto, se trataría de hacer un uso eficiente del haber más importante de los pobres: el trabajo. Ello devela un acento implícito muy notable (a nivel diagnóstico) en el desempleo como factor generador de pobreza, por lo que se hace hincapié en la creación de trabajo remunerado.

Esa propuesta podría ser discutida y objetada en materia de viabilidad, ya que la experiencia internacional indica que, por lo regular, la implantación de tales estrategias de reforma ha acarreado (y provoca) impactos negativos precisamente en la oferta de empleo formal (Beccaria, Luis y Néstor López, s/f).

Además, también puede realizarse una objeción en el campo diagnóstico. En efecto, el caso argentino y diversos estudios sobre América Latina (en su conjunto) muestran que la pobreza suele ser un fenómeno sobredeterminado, resultante de factores estructurales diversos (si bien convergentes).

Es cierto que intervienen distorsiones en el mercado de trabajo; pero éstas no se limitan al desempleo, sino que también abarcan la subocupación y el carácter precario de los trabajos (p.e., intermitentes y/o sin beneficios sociales como vacaciones, aguinaldos o seguros médicos). Y el BM y el FMI alientan mecanismos de “flexibilización laboral” que han sido (y son) cuestionados justamente porque aumentarían esa precariedad. Así, el “Manual para la reducción de la pobreza” (BM, 1993c) sostiene que “frecuentemente las políticas que inhiben al mercado son justificadas con el objetivo de proteger a los pobres. Pero las regulaciones del mercado de trabajo y de seguridad en el empleo, así como la legislación de salario mínimo, pueden subir el costo del trabajo y entonces reducir la ocupación, especialmente en el sector formal”. Por ende, el BM y el FMI parecen auspiciar un patrón intensivo en trabajo, sí, pero asentado en la propagación de posiciones más precarias.

Por otra parte, un factor crucial de la expansión de la pobreza registrada en América Latina y el Caribe ha sido la caída de los ingresos y salarios, por lo que éste debe ser considerado un componente básico en cualquier programa dirigido a la superación de la pobreza. Y ello remite al problema de la distribución del ingreso y las riquezas, que ha seguido una pauta extraordinariamente regresiva.

En síntesis, en nombre del crecimiento la “primera vía” conlleva una ratificación de los trazos básicos del modelo económico que, como tal, constituye el núcleo de la propuesta. Así pues, predominan rasgos de continuidad, más que de rejuvenecimiento. En cambio, sí se constata una cierta renovación en el acento ahora colocado en el patrón de crecimiento.

Los servicios sociales básicos. Las prioridades del gasto público y la falacia de la “equidad”

A la vez, el BM apela a otro argumento relativamente novedoso. Así se afirma que el crecimiento económico sería necesario pero insuficiente. Es decir, una merma de la pobreza a largo plazo exigiría medidas adicionales que, como tales, conformarían la “segunda vía” de la estrategia -en la que se observa un “aggiornamento” más neto.

Se trataría de ampliar el gasto público en algunos servicios sociales dirigidos a los pobres. ¿Cómo? A través de una mayor eficiencia social (del gasto), dando prioridad a cierto tipo de servicios: los más básicos, que beneficiarían directamente a los pobres. Es el caso de la educación inicial, los cuidados primarios de salud, la nutrición y la planificación familiar, aunque también se auspicia una ampliación de cierta infraestructura física básica (como caminos rurales, agua potable y otros servicios de saneamiento). Una tesis central es que esta segunda “vía·no constituiría un ‘gasto’, sino una ‘inversión’ social en recursos o ‘capital humano'”.

Para esta “vía” la cuestión central es cómo pueden ser financiados esos programas sociales en el marco del ajuste. Al respecto, otro documento del Banco advierte que “el principal problema…es cómo asistir a los grupos pobres y vulnerables sin causar distorsiones en los mecanismos económicos que pudieran amenazar el mantenimiento de la disciplina macroeconómica” (BM, 1990b). Por su lado, Michel Camdessus (1990) indica claramente que tales costos “…no pueden financiarse, ni siquiera parcialmente, mediante la acumulación de déficit y la creación de dinero”.

La solución es, precisamente, esa reestructuración de prioridades, que aspira a concentrar los recursos en los más pobres. Ello supone cambios en la composición de los desembolsos, modificaciones que permitirían preservar cierto nivel de gasto social.

Aquí reaparece el concepto de focalización, que apunta a esa concentración de recursos en grupos relativamente restringidos -por contraposición a programas de corte universal, que proporcionan beneficios con independencia de los niveles de ingreso o consumo. Se trata de una noción que se ha expandido notablemente en los organismos multilaterales, aunque el Banco Mundial es la entidad que la ha trabajado más intensamente (Sojo, Ana, 1990).

La idea de focalizar conduce a la propuesta nodal de la segunda “vía”: la de llevar adelante una reforma financiera, que permitiría acceder a los fondos requeridos. Dicha reforma tendría dos carriles centrales.

El primero implicaría una recolocación de recursos desde los niveles superiores hacia los inferiores. De ahí la prioridad de la educación básica sobre la universitaria o superior; y la prevalencia de los cuidados primarios de salud sobre la medicina especializada. Son múltiples los pronunciamientos del BM (y de la banca multilateral) en este sentido. Por ejemplo, el “Manual para la reducción de la pobreza” (BM, 1993c) apunta que “en educación, las reformas deben incluir la eliminación de subsidios especiales a las universidades (…) Los ahorros resultantes deberían ser gastados en educación básica”. Del mismo modo, se argumenta en contra de los “costosos” y “altamente subsidiados” hospitales orientados a la terapéutica (BM, 1990a y 1993c). La tesis es que los pobres se benefician menos de esos servicios terciarios, por lo que éstos son ponderados como socialmente ineficientes.

El segundo camino apunta a una recuperación selectiva de costos a través del arancelamiento, sobre todo en los segmentos superiores (universidades, hospitales terapéuticos), pero también en algunos tramos básicos (recomendados más en el caso de la salud que en el de la educación). No obstante, algunos técnicos del BM han indicado que en este caso (niveles inferiores) se requiere prudencia y quedan interrogantes pendientes (p.e., respecto de la estructura de los aranceles), por lo que aconsejan introducirlos lentamente, empezando por los segmentos especializados (Ribe, Helena et al, 1990b). Así pues, los esfuerzos recientes registrados en América Latina por implantar aranceles universitarios exceden en mucho el campo de la educación superior, y se insertan en una estrategia más global ante la cuestión de la pobreza en el Sur (Ezcurra, Ana María, 1994c).

En definitiva, los incrementos postulados (del gasto) tienden a asociarse con una reducción (o eliminación) de los desembolsos en los tramos superiores, en los que se busca incorporar mecanismos de mercado a través del arancelamiento y, también, por medio de una mayor participación del sector privado. Esta es aconsejada, sobre todo, para el caso de los países de ingresos medios, en los que se propicia una participación financiera más amplia de las “comunidades” y proveedores privados (p.e., de los padres en la educación pública o de seguros privados en el campo de la salud) .

Aquel hincapié en la reestructuración financiera conduce al impulso de reformas muy profundas de sectores sociales completos, como los sistemas públicos de salud y educación. En otros términos, se impelen reformas sectoriales radicales que, al insertar mecanismos de mercado en los servicios públicos, resultan consistentes con el modelo de transformaciones económicas, más globales, que conforman el núcleo de los ajustes estructurales. Como se indicó, en primer término se pretende una reasignación de recursos dentro de cada sector, en pro de una mayor eficiencia social. Pero además se propician medidas orientadas a aumentar la “eficiencia técnica” (Gurrieri, Adolfo, 1994). Es decir, también se promueve el uso de los recursos en intervenciones que resultaran eficaces en función de los costos -criterio que aparece como decisivo en la delimitación de criterios de inversión en cada sector.

El Banco Mundial presenta dicha reubicación de recursos como una cuestión de eficiencia social, sí, pero también como un asunto de equidad. En efecto, se insiste en que aquel desplazamiento implica una transferencia de recursos desde los “ricos” a los “pobres”, por lo que eficiencia y equidad irían de la mano.

Sin embargo, este argumento y esas políticas son objetables precisamente desde el punto de vista de la equidad. En efecto, es cierto que en América Latina y el Caribe las franjas más desfavorecidas de la población tienen menos acceso a esos segmentos superiores de la oferta pública. Ello es patente en el caso de la educación. Numerosas investigaciones han mostrado la presencia de circuitos segmentados, inequitativos, en perjuicio de las fracciones sociales más pobres (p.e., Katzman, Rubén, 1990; y Llomovatte, Silvia, 1988). Los pobres tienen menos y peor educación.

Empero, si el compromiso gubernamental se asienta decisivamente en la educación básica (o en los cuidados primarios de salud), y los tramos superiores ingresan a una fuerte racionalidad de mercado, se configura una “primarización” de la oferta pública que corre el riesgo de consolidar esa segmentación, en lugar de removerla. Y así tendría lugar una reproducción e, incluso, una agudización de la desigualdad (en nombre de la equidad). Al respecto, Alfredo Calcagno anota (s/f) que la introducción de un enfoque de mercado en los servicios públicos tiende a “…la consagración de sociedades duales, con la marginación de una parte importante de la población y una verdadera ‘reproducción ampliada’ de las desigualdades” Ello da fundamento a la tesis de que el actual proceso de globalización seguirá exhibiendo tendencias a la “dualización socio-económica” (Coraggio, José Luis, 1994a), aun cuando se implementen esas estrategias dirigidas, básicamente, a atenuar la pobreza extrema.

En definitiva, con la segunda “vía” no se impele una inyección considerable de fondos, sino un dispositivo de aumentos y reducciones del gasto cuya racionalidad última es preservar los cursos de estabilización impulsados. Así pues, la política social se subordina a las exigencias del ajuste. Como anota Adolfo Gurrieri (1994), los “desequilibrios” en las “condiciones humanas” ligados al empleo, al ingreso, la nutrición, la salud o la educación, no reciben la misma prioridad que los desequilibrios fiscales y de precios. En otros términos, la equidad o el “desarrollo humano” no conforman el “elemento articulador” de una estrategia económico-social integrada.

Notas sobre el sector educativo

Dentro de la política de conjunto trazada por el BM (para la reducción de la pobreza), la educación detenta una peculiar jerarquía. Así, el documento “Prioridades y estrategias para la educación”, elaborado por el Banco Mundial en 1995 (“el primer análisis global del sector educativo que realiza el Banco desde que se publicó el documento de política sobre educación en 1980”), asienta que la educación “es el elemento fundamental de la estrategia aplicada por el Banco para reducir la pobreza” (cursivas, A.M.E.). ¿Por qué esa relevancia?

Es que (según el BM) la educación traería consigo una especial “acumulación de capital humano” -lo que haría particularmente importantes las “inversiones” en el sector. Y por ello la educación sería un instrumento para la “promoción del crecimiento económico” y, a la vez, para la “reducción de la pobreza” (BM, 1995). Pero el “crecimiento económico”, como se apuntó previamente (cfr. el ítem 5.1), es parte de esa estrategia para la “reducción de la pobreza”. Más aún, configura su núcleo medular y jerarquizado. Entonces, la educación apuntaría a ambas “vías” simultáneamente; es decir, contribuiría a la estrategia de conjunto (y no sólo a los servicios sociales básicos). De ahí su peculiar relevancia (y prioridad relativa ante los otros sectores de la segunda “vía”).

Según el Banco ¿cómo contribuye dicha especial “acumulación de capital humano” a la reducción de la pobreza? Es que una mayor educación permitiría aumentar los ingresos (de sus beneficiarios). En esta línea, el Banco Mundial sostiene que “para la mayoría de las unidades familiares el bienestar está determinado por el ingreso procedente del trabajo. Sin embargo, la productividad del trabajo (se encuentra condicionada) en gran parte por los conocimientos de las personas, que son resultado sobre todo de la educación” (BM, 1995a).

Empero, el Banco admite que “los bajos ingresos de los pobres” son sólo parcialmente el resultado “de su dotación de capital humano relativamente baja”. Además, constituirían un producto “de la discriminación en el mercado laboral”,-lo que requeriría de medidas adicionales (a la educación) -propias de la primera “vía”. En otros términos, algunas diferencias de ingreso se explicarían por aquella “dotación de capital humano”. A pesar de esas restricciones, el Banco pondera que “la educación puede contribuir considerablemente a la reducción de la pobreza” (BM, 1995a).

Por otro lado, y en la visión del Banco, ¿cuál sería el aporte específico de la educación al crecimiento económico sostenido? El reporte “Prioridades y estrategias de la educación” (1995a) argumenta que “el motor principal del crecimiento es la acumulación de capital humano; es decir, de conocimientos”. Estos se producirían en diversos ámbitos (p.e.,las organizaciones de investigación); y, entre ellos, en el sector educativo formal. El informe agrega que “el rápido desarrollo económico de sociedades enteras no es posible sin una inversión suficiente en la preparación y educación de los muy pobres (…) El desarrollo económico no es sostenible si no se hace un esfuerzo concentrado por educar a los pobres”.

En síntesis, la prioridad de la educación (en las políticas del Banco Mundial) es derivada; deviene de (y se supedita a) otra prioridad, aún más jerarquizada: la “reducción” de la pobreza a escala global. A la vez, ese realce de la educación se deriva de(y subordina a) una lógica adicional, de naturaleza económica: el estímulo de un crecimiento sostenido -objetivo nuclear, rector (de la política del BM) que, a la vez, forma parte (de) y rige al conjunto de la estrategia para la reducción de la pobreza. De ahí que la educación tenga una prioridad especial, peculiarmente remarcada (dentro de los servicios sociales), en su carácter de instrumento al servicio tanto del crecimiento como de la reducción de la pobreza.

Dicha prioridad de la educación en las políticas del Banco Mundial no sólo es “declamada”. De hecho, se ha reflejado en un significativo aumento del volumen de préstamos correspondientes al sector. El reporte “Prioridades y estrategias para la educación” (BM, 1995a) asegura que “a comienzos del decenio de 1980, los compromisos de préstamos para educación ascendían aproximadamente a U$S 600 millones al año como promedio; y representaban el 4% del total de préstamos del Banco. Actualmente, ese volumen se ha triplicado y asciende a unos U$S 2.000 millones al año, con fluctuaciones anuales; el porcentaje se ha duplicado y (se eleva a) más del 8%”.

Adicionalmente, el BM se ha convertido en la principal fuente de financiamiento externo para la educación en los países del Sur. A la vez, y en consonancia con la renovada prioridad atribuida (por el BM) al sector, es el el organismo multilateral rector en materia de definición de políticas educativas a nivel planetario; y el más influyente por su poder de incidir en la aplicación de esas políticas generales a escala nacional (en los países particulares).

El Banco formula argumentos que avalan la hipótesis de que aquellos aumentos (en el volumen de préstamos) apuntan, básicamente, a reforzar el papel del BM en materia de condicionamiento de políticas y, en particular, de una reforma integral, del conjunto del sector educativo. En esta línea, se sostiene (BM, 1995) que “el Banco Mundial está firmemente empeñado en seguir prestando apoyo a la educación. Sin embargo, aunque el financiamiento del Banco representa actualmente alrededor de la cuarta parte de toda la ayuda (al sector), apenas sigue cubriendo alrededor de la mitad del 1% del gasto total de los países en desarrollo en educación. Por consiguiente, la contribución principal del Banco Mundial debe consistir en asesoramiento que tenga por objeto ayudar a los gobiernos a formular políticas educacionales adecuadas para las circunstancias de sus propios países (…) Las futuras operaciones (del BM) se concentrarán en forma aún más explícita en una política para la totalidad del sector…” (cursivas, A.M.E.).

Ese énfasis en el conjunto deriva de la estrategia general para la reducción de la pobreza. En efecto, y como se apuntó previamente (cfr. el ítem 5.2), la segunda “vía” demanda el impulso de reformas profundas e integrales de sectores sociales completos; en este caso, de la totalidad de los niveles del sistema educativo. En otros términos, la estrategia del BM para la reducción de la pobreza no solamente determina la prioridad de la educación como tal (incluso, respecto de otros servicios sociales). Además, condiciona algunas prioridades dentro del sector.

Sobre todo, dicha estrategia determina (como se indicó anteriormente) prioridades (internas) en términos de niveles; en particular, del subsector de la educación básica.

Ante la actual primacía de los conocimientos científicos y técnicos en la actividad económica, el Banco sugiere (BM, 1995a) la conveniencia de redefinir la noción de educación básica. Así pues, ésta ya no sólo abarcaría el nivel primario, sino que además podría incluir los primeros años de la enseñanza secundaria (aunque apunta que tal definición también depende de las circunstancias de cada país).

Entonces, esa revisión (del concepto de educación básica) se ensambla con un objetivo más general: articular estrechamente la educación con la economía y, en especial, con las supuestas demandas del mercado de trabajo -que ahora buscaría “trabajadores adaptables capaces de adquirir sin dificultad nuevos conocimientos” (BM,1995a). Este perfil (de la fuerza de trabajo) incidiría directamente en la funciones de los diversos niveles del sistema educativo formal. Así, a la escuela primaria y secundaria (sobre todo, del primer ciclo) correspondería impartir conocimientos básicos de carácter general (como lenguaje, ciencias, matemática, capacidad de comunicación y “desarrollo de aptitudes necesarias para desempeñarse en el lugar de trabajo”). En consecuencia, si la prioridad de la educación básica deriva de la estrategia ante la pobreza, su función deviene de una racionalidad diversa, propia de la economía y, en particular, de las presuntas nuevas exigencias del mercado de trabajo.

En definitiva, convergen tres “lógicas”:

  1. los requerimientos derivados de la prioridad de la pobreza, así como de la estrategia trazada para su reducción;
  2. las demandas propias del crecimiento económico (asunto que se superpone con la primera “vía” y, por ende, con la “lógica” precedente);
  3. y las nuevas exigencias del mercado de trabajo (surgidas del creciente peso de los conocimientos científico-técnicos en la actividad económica).

En ese contexto, el BM (1995a) asevera que “la educación básica es la prioridad de la política oficial y, por consiguiente, del gasto público en todos los países. Generalmente, el objetivo consiste en que todos los niños se matriculen en la enseñanza primaria y la terminen; y, en último término, que se matriculen en la enseñanza secundaria de primer ciclo y la terminen. Desde luego, se trata de que los niños aprendan efectivamente en la escuela, a fin de que adquieran conocimientos básicos”.

Obviamente, esa prioridad tendría vigencia para aquellos países que no han logrado aún la educación básica (primaria y primer ciclo de la secundaria) universal. El Banco concede que si la reforma del conjunto del sector progresa, y el nivel básico no sólo avanza en cobertura (matrícula) sino también en eficacia (resultados de aprendizaje; que se “aprendan efectivamente” conocimientos básicos·) y eficiencia interna (p.e., mejora sustancial en el campo de la deserción; es decir, que “terminen” el ciclo), entonces despuntaría la segunda prioridad (en materia de niveles educativos): la educación secundaria de segundo ciclo. Por consiguiente, para avanzar hacia esa segunda prioridad no alcanzaría con la matriculación (relativamente) universal en la educación básica. Adicionalmente, sería imprescindible progresar en términos de eficacia y eficiencia interna. Y esta postura es clara y firmemente consistente con otra prioridad sumamente subrayada en la política del Banco (que ya no alude a las jerarquías entre niveles): reforzar la calidad de la educación.

A la vez, y cualquiera fuere el avance logrado en la educación básica (es decir, con prescindencia del peso relativo de la primera y segunda prioridades), el Banco tiene una posición neta respecto de la reasignación de recursos desde la Educación Superior hacia los tramos inferiores, con el consiguiente estímulo a la incorporación de mecanismos de mercado y a la privatización de servicios (en ese segmento especializado) -columna vertebral de la reforma sectorial y financiera de la segunda “vía”. Por eso, en este asunto el BM solamente está dispuesto a dar préstamos para una reforma profunda (del nivel Superior) en el sentido apuntado. Al respecto, el BM (1995a) asienta que “los préstamos del Banco para la educación superior respaldarán los esfuerzos de los países por adoptar reformas de política que permitan al subsector funcionar con más eficiencia y a un costo menor para el sector público. Los países que están dispuestos a adoptar un marco de políticas (…) que hace hincapié en una estructura institucional diferenciada y una base de recursos diversificada, y que atribuye más importancia a los proveedores (…) y al financiamiento privados, seguirán recibiendo prioridad” (cursivas, A.M.E.). Como se apuntó anteriormente (cfr. el ítem 5.2), en esta materia el Banco redunda en el uso de argumentos relativos a la equidad. Por ejemplo, asienta que “aunque el gasto público en educación primaria generalmente favorece a los pobres, el total (de ese gasto) suele (beneficiar) a los ricos. (Ello ocurre) debido a los fuertes subsidios otorgados a la enseñanza secundaria de segundo ciclo y a la educación superior, en las que generalmente hay un número desproporcionadamente bajo de alumnos provenientes de familias pobres. Hay una marcada falta de equidad en el gasto público en educación superior porque el subsidio por alumno es más alto que en los demás niveles, aun cuando (…) los estudiantes provienen en su gran mayoría de familias ricas”.

Adicionalmente, el BM alienta un conjunto de políticas y reformas que, como tales, no derivan de la estrategia para la reducción de la pobreza (ni de las dos “lógicas” adicionales apuntadas previamente) -motivo por el cual no serán encaradas en este artículo. No obstante, cabe señalar que muchas de ellas están inspiradas en otra “lógica” específica: un “análisis económico” centrado en estudios de costo-beneficio -que el Banco recomienda a los gobiernos como “instrumento diagnóstico” pertinente para establecer algunas prioridades (internas) e identificar medios apropiados para el logro de los objetivos así trazados.

LOS PROGRAMAS COMPENSATORIOS Y SUS LIMITES

En la visión del Banco Mundial, su estrategia de dos “vías” apuntaría a una reducción de la pobreza a largo plazo, lo que la diferenciaría de otras que sólo pretenden atacar los “síntomas” y socorrer temporariamente a los más desfavorecidos.

No obstante, el BM también recomienda programas de carácter compensatorio, de corto plazo, apreciados como un complemento de la estrategia básica. Es decir, se impelen iniciativas temporarias dirigidas a paliar los efectos adversos del ajuste en las franjas más vulnerables (al mismo) y a aquellos afectados por la pobreza extrema. Se trata de las denominadas “transferencias y redes de seguridad”, bien focalizadas en esos grupos más débiles. Entonces, en este caso también se contempla a sectores que, sin padecer pobreza crónica, son directamente damnificados por el ajuste. Por eso se prevén medidas como indemnizaciones a trabajadores públicos despedidos, asunto que es ponderado como políticamente significativo para la preservación de cierto respaldo social a la reforma económica. A ello se agregan programas de emergencia como empleos públicos temporarios y apoyos nutricionales, así como capacitación o re-adiestramiento de mano de obra y esquemas de crédito (p.e., para actividades del sector “informal”).

En este rubro, el Banco recalca enérgicamente el papel y la importancia de la focalización. A la vez, introduce una distinción.

En efecto, en primer lugar deslinda una focalización en sentido amplio (“broadly targeted”), que correspondería a los servicios básicos de la segunda “vía”. El BM se percata de que los mismos pueden ser aprovechados por grupos “no pobres” (p.e., la escuela pública o los dispensarios estatales), por lo que poseerían un carácter relativamente universal. Empero, se aprecia que subsiste una focalización, aunque “amplia”, ya que entre los beneficiarios la proporción de pobres sería significativamente mayor que su porcentaje en la población total.

En cambio, en los programas compensatorios se subraya la exigencia de una focalización “estrecha”. Es decir, un enfoque selectivo dirigido a grupos muy circunscritos: cuanto más pequeños, mejor (BM, 1993b), lo que conformaría una vía regia para incrementar la eficacia en función de los costos (“costo-efectividad”). Aquí el objetivo básico es evitar transferencias a los “no pobres” (con excepciones como las indemnizaciones previstas para los despedidos del sector público) y, así, reducir la carga financiera y preservar los esfuerzos de estabilización.

Sin embargo, en realidad se apunta a ciertos casos de indigencia o pobreza extrema, por lo que de hecho se excluye a grupos que sí son pobres. Ello es patente, por ejemplo, en el siguiente comentario crítico de Helena Ribe (1990a) sobre el “Fondo Social de Emergencia” (FSE) boliviano: “…los proyectos del FSE emplearon sobre todo a obreros de la construcción no calificados, que probablemente provenían de familias de bajos ingresos, pero no eran el grupo más pobre ni el más adversamente afectado por el programa de ajuste”.

Es por este énfasis en la focalización “estrecha” que el BM se opone a los subsidios generales de alimentos, en los que se reduce el precio de venta de un producto distribuido a través de canales normales de comercialización. El Banco reconoce que esos subsidios con frecuencia son “eficaces”, porque sí benefician a sectores pobres (sobre todo, urbanos), pero también evalúa que los desvíos (a los “no pobres”) resultan considerables. Por eso propicia su reducción o eliminación, a la vez que su reemplazo por subsidios focalizados. De hecho, con esta clase de medidas se promueven transferencias, sí, pero desde fracciones pobres (y segmentos medios empobrecidos) a ciertos sectores de indigencia extrema; a la vez, se mantienen inalterados patrones agudamente regresivos en la distribución del ingreso y la riqueza, que benefician a grupos muy restringidos de la población.

Entonces, en las medidas compensatorias el desafío central estaría dado por la efectividad en “llegar” a los pobres (seleccionados) y, simultáneamente, evitar efectos negativos en los costos fiscales. Ese hincapié en “llegar” a los pobres demanda capacidades institucionales para su identificación. Es por eso que el Banco da una marcada prioridad a la participación de Organizaciones No Gubernamentales (ONGs) y comunidades locales -convocatoria que, por ende, supone una racionalidad fiscal neta.

Sin embargo, el BM pondera que existen dificultades serias para implementar una adecuada focalización “estrecha”, sobre todo en países que padecen una pobreza de carácter masivo. De ahí que estos programas serían más recomendables en el caso de naciones con “ingresos medios”, en los que la pobreza se suele concentrar geográficamente (lo que facilitaría la selectividad). En esta línea. la “Directiva operacional” (BM, 1991c) sostiene que “en aquellos países donde la pobreza está concentrada y la capacidad de implementación es buena, los programas focalizados pueden ser una parte importante (de la estrategia) (…) Pero allí donde la pobreza se encuentra más dispersa, y la aptitud operativa es débil, el patrón de crecimiento intensivo en trabajo y el apoyo a los servicios sociales básicos pueden ser la ruta más efectiva en función de los costos para la reducción de la pobreza”.

En definitiva, se llega a aconsejar la eliminación de las medidas compensatorias si una focalización estricta resulta ardua e improbable, lo cual ratifica la preponderancia absoluta de la racionalidad fiscal en el conjunto de la estrategia.

Esa prudencia ante la complejidad de la focalización ha sido reclamada, entre otros especialistas del BM, por Timothy Besley y Ravi Kanbur (1990). Estos autores apuntan que frente a la necesidad de reducir gastos (derivada de los ajustes) “…la focalización parece haber logrado una especial significación en los países en desarrollo”, al punto de convertirse en una “panacea” que, como tal, implicaría la creencia de que “…se podría lograr un mayor alivio de la pobreza con menos gasto (…). El mundo real no es tan sencillo”.

En suma, el Banco subraya el peso de los obstáculos inherentes a los esquemas de focalización “fina”, sobre todo de aquellos que aspiran a una selección de los destinatarios en base a sus ingresos; cuyo cálculo supondría, entre otros problemas, altos costos administrativos y enormes dificultades a nivel informativo (datos difíciles de recolectar y monitorear). Ante ello, el BM recomienda reemplazar los ingresos por dos criterios alternativos: ciertos indicadores (como área geográfica: barrios o zonas pobres; y/o tamaño y composición de la familia) o la “auto-selección” (“self-targeting”), o una combinación de ambos.

El Informe 1990 del Banco Mundial también recalca el valor de la “auto-selección”. Se trataría de programas que, por la naturaleza de sus beneficios, desalentarían la participación de los “no pobres” y la harían deseable sólo para los realmente muy pobres. En el caso de la distribución de alimentos, éstos deberían tener una calidad menor que la del mercado y ser provistos en cantidades “suficientemente pequeñas”. Y en los proyectos de empleos públicos de emergencia, la “auto-selección” demandaría salarios muy bajos: “dado que la gente pobre está deseosa de trabajar por bajos salarios, los programas de empleo público pueden ofrecer retribuciones que desanimen a los no pobres, y así los recursos serán usados más eficientemente” (BM, 1990a). Por eso, Helena Ribe (1990a) aprueba el “Programa de Empleo Mínimo” chileno, ya que “…ofreció entre una cuarta parte y la mitad del salario mínimo oficial…”; y censura el caso del “Fondo Social de Emergencia” boliviano, en el que se pagaron salarios de mercado.

Así pues, el tan ensalzado criterio de “auto-selección” muestra hasta qué punto puede llegar la obsesión por concentrar los recursos sólo en la extrema pobreza y, por ende, soslayar las transferencias a otros grupos (incluso, de pobres). Aquí el BM revela cruda y contundentemente los límites más generales de su estrategia, que constriñe férreamente su población objeto, no sólo en los programas compensatorios, sino también a través de la “primarización” indicada de los servicios públicos -restricción derivada de una tenaz e inflexible racionalidad fiscal.

Es por esa lógica fiscal que el BM llama reiteradamente la atención sobre los límites de los programas compensatorios. Insiste en que se trata de iniciativas de auxilio temporario, que sólo enfrentan los síntomas de la pobreza. Y recalca que no debe pensarse en transferencias económicas masivas, “pesadas”, que pudieran causar dificultades macroeconómicas. Nuevamente, las políticas sociales se subordinan a las exigencias de los ajustes estructurales.

Por ello, “Estrategias de asistencia para reducir la pobreza” (BM, 1991a) puntualiza que “atacar la pobreza no es primariamente una labor para proyectos focalizados, aunque éstos son vitales. A la larga, es una tarea de la política económica”. Así pues, el BM no vehiculiza una óptica meramente compensatoria, ni escinde las estrategias sociales de las económicas, precisamente porque el modelo económico constituye el meollo de su propuesta. Por consiguiente, no se trata de una visión estrecha que restrinja el tema de la pobreza a la compensación o a la actividad gubernamental en los sectores sociales. En otros términos, se impele una estrategia integrada, sí, aunque en ella lo social se supedita a la reafirmación del paradigma económico (que es una “vía” y, a la vez, el núcleo de la propuesta). De ahí que la lucha contra la pobreza sea concebida como una aproximación global que no puede reducirse a sus componentes sociales (servicios básicos o proyectos compensatorios). Al respecto, Barber Conable -ex presidente del BM- mantuvo (BM, 1991a) que “la reducción de la pobreza no es un rótulo aplicable a programas sociales particulares. Es un tema integrador para el análisis de la estrategia de desarrollo, las políticas y programas de gasto de los países”.

En suma, el BM tiene reservas ante la focalización “estrecha” y aconseja una cuidadosa evaluación de cada proyecto que, como tal, pondere los costos implicados y las posibles derivaciones a los “no pobres”. Esos recaudos derivan en una predilección por la selectividad “amplia” (servicios sociales básicos) que estarían a mitad de camino entre una focalización perfecta y una universalidad completa (Sojo, Ana, 1990).

COMENTARIOS FINALES. LA RENOVACION DEL DISCURSO NEOLIBERAL

Ante la pobreza como desafío global el modelo económico se “aggiorna” y, a la vez, se ratifica. Es decir, el BM despliega una “fórmula híbrida” (Gurrieri, Adolfo, 1994) que combina el ajuste estructural con ciertas adaptaciones en el papel del Estado: una mayor intervención gubernamental a nivel social, que coexiste con la incorporación de mecanismos de mercado (en educación y salud, pero tambien en áreas como la provisión de agua potable o el saneamiento básico).

Ese relativo remozamiento a nivel de políticas es acompañado por una renovación en el discurso que, como tal, implica una toma de distancia con el paradigma neoliberal ortodoxo. En efecto, ahora se subraya que no hay dicotomía entre Estado y mercado, entre intervención gubernamental y “laissez-faire”, entre crecimiento y equidad. Incluso se retoma la noción de desarrollo, en vez de la de mero crecimiento económico. Aún más, se recuperan aspectos humanos del desarrollo y, así, aparecen categorías como las de “desarrollo social” y “desarrollo humano”. Con ello, el BM y el FMI rearticulan conceptos y énfasis lanzados por otras agencias de la ONU, como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (con su acento en el “desarrollo humano”).

En este contexto, la banca multilateral ahora hace hincapié en el carácter insuficiente de los mercados. Por ejemplo, Enrique Iglesias -presidente del BID- asentó (1993) que “…el mercado no va a resolver por sí solo el desafío de la pobreza (…) Los elementos cruciales del progreso social tienen que ser amparados por el bien común y eso implica la presencia del Estado”. El Banco Mundial también admite que los avances sociales alcanzados en el “mundo en desarrollo” son un resultado directo de la acción gubernamental. Por eso, ésta es considerada esencial en la batalla contra la pobreza (a través del patrón de crecimiento económico y del gasto público en los sectores sociales). Empero, el BM recomienda una intervención estatal “reluctante”, cuidadosa, en el marco de una aproximación “amistosa con el mercado” (“marked friendly”).

Ultimamente, este tipo de nociones prolifera en las agencias de la ONU, aunque su sentido suele variar de acuerdo a los contextos discursivos en los que se inscriben. En cada caso, el alcance del “aggiornamento” puede ser determinado de acuerdo a la respuesta que se da a un interrogante central (Gurrieri, Adolfo, 1994): qué rol han jugado (y tienen) los ajustes estructurales en el origen de esa expansión e intensificación de la pobreza que asoló (y devasta) a los países y poblaciones del Sur. En otros términos, que papel tuvo (y posee) el paradigma económico de capitalismo de libre mercado (aun con las correcciones ahora postuladas por la banca multilateral) como factor causal.

Obviamente, la opción diagnóstica escogida condiciona las posturas a nivel de políticas y la respuesta a otra pregunta crucial: si los ajustes estructurales son susceptibles de adaptaciones internas que puedan dar solución a los desafíos de equidad y pobreza señalados.

El Banco Mundial y el FMI responden positivamente, y postulan algunos ajustes parciales al modelo cuyos trazos básicos ratifican, en el contexto de una perspectiva fiscalista estrecha y extrema. Es decir, persiste el núcleo de los ajustes estructurales: la apertura externa de las economías, así como la disminución del papel del Estado como regulador del mercado -mientras se aconseja un incremento de la actividad gubernamental con el objetivo de mermar la pobreza extrema y, así, preservar la viabilidad política del paradigma económico.

Ante ello, es dable recordar y concluir con algunos comentarios de Mahud ul-Haq (BID-PNUD, 1993), asesor del PNUD: “Las verdaderas causas de la pobreza son políticas, exigen cambios fundamentales en la estructura de poder (…) Se trata a la pobreza como a la gripe, como si pudiera ser encarada con algunos proyectos o programas de alivio bien concentrados. Este es un malentendido básico que los bancos de desarrollo a menudo perpetúan (…) Pero la pobreza es más parecida al cáncer: exige una cirugía radical, no meros cambios cosméticos. Requiere un nuevo modelo de desarrollo humano, no unos pocos ajustes marginales a los tradicionales modelos de crecimiento”.

BIBLIOGRAFÍA:
No disponible